El día en que el Gobierno de Pedro Sánchez exhumó los restos de Franco, el presidente salió al jardín de La Moncloa sabiendo que su nombre quedaría para siempre en los libros de historia. "Y además voy a quedar como Dios con la izquierda", pensó. Es curioso como hay cosas con un pequeño costo económico que luego tienen tan gran repercusión mediática y social. Sólo hay que saber elegirlas. Y el presidente Sánchez siempre supo elegirlas con precisión quirúrgica.

Los periódicos de la derecha le dedicaban titulares terribles y le acusaban casi de profanación. Había tenido que contener su alegría. Cuanto más se cabreara la derecha, más votos rescataría de la talega de Podemos. El PP se había casado con Casado y se estaba haciendo más conservador de lo que ya era. Miel sobre hojuelas. Tenía preparadas sus palabras para la comparecencia del día siguiente. Palabras sensatas, medidas, en las que explicaría que se habían exhumado los restos del dictador sin ningún tipo de rencor porque no podía seguir enterrado junto a sus víctimas y en un monumento dedicado a la paz. Y el mensaje calaría en todo aquel que no fuera un radical. Aunque tendría que admitir, en la intimidad, que personalmente le producía una gran alegría sacar del Valle de los Caídos los huesos del miserable militar golpista por el que sentía tanta animadversión.

Era un día perfecto, hasta que le llamó el ministro de Interior. Lo que escuchó le hizo interrumpir bruscamente su paseo por el jardín y tomar asiento bruscamente. "¡No me jodas, Fernando. No me jodas!". De repente el día se tornó un poco más oscuro. Los restos de Franco habían desaparecido.

Media hora más tarde, duchado y vestido, había reunido al gabinete de crisis en su despacho oficial. Los huesos del dictador habían sido "distraídos" por alguien en el tránsito de sacarlos del Valle de los Caídos. Durante unos segundos habían quedado fuera de la vista del equipo y sin que nadie pudiera explicarlo... habían volado.

"¿Y ahora qué le decimos a la familia? ¿Y ahora qué hacemos? ¡¡Vamos a quedar como unos incompetentes... Peor ¡como unos imbéciles!". Pedro Sánchez daba largas zancadas de un lado al otro de la sala intentando contener una creciente cólera. Los restos de Franco se encontraban, al parecer, en un sorprendentemente buen estado de conservación. El pequeño dictador se había arrugado y encogido, momificado dentro de su uniforme de gala. Quien se lo llevó dejó sólo el ataúd abierto, como una burla.

Sus ministros propusieron explicaciones para el gran público. Una: se abrió la tapa del ataúd y al exponerse al aire los restos del dictador sufrieron un rapidísimo proceso de descomposición y se hicieron polvo. Mala. Científicamente increíble. Otra: sustituir los restos por otros huesos y dárselos a la familia como si no pasara nada. Mala. Los que robaron el cadáver podrían dejarles con el trasero al aire en cualquier momento.

Finalmente, Sánchez encontró la idea. Luminosa. La ultraderecha franquista se había adelantado. El equipo del Gobierno no había encontrado los restos de Franco porque con anterioridad un comando fascista se los había llevado. Creíble, políticamente aceptable y una salida para la humillante situación en la que se encontraba su gabinete. Los ministros la ratificaron entusiasmados. Ordenó preparar un comunicado urgente.

Un responsable de prensa entró en tromba en la sala de reuniones. "¿El borrador?" Preguntó Sánchez. Pero el periodista, demudado, le tendió temblorosamente un papel. Una página web recién abierta esa misma mañana, en un servidor ilocalizable, estaba vendiendo en internet restos de Franco, como huesitos de santo. Desde las diez de la mañana se habían registrado decenas de miles de ofertas para realizar transacciones de los restos del dictador, botones del uniforme, trozos de tela e incluso condecoraciones con las que fue sepultado. Todos los medios de comunicación se estaban haciendo eco del insólito mercadillo.

"¡Este país está como una cabra!", musitó el presidente apesadumbrado. Miró a sus ministros, se mesó los cabellos y preguntó. "¿Y ahora qué hacemos?". José Borrell, que estaba haciendo un crucigrama en catalán, levantó la vista del periódico. "¿Por qué no hacemos una oferta por todo el lote, con cargo a los fondos del Patrimonio Nacional, y así recuperamos todo el fiambre?", indicó. Sánchez le miró, consternado, dudó un momento y salió disparado hacia el teléfono gritando. "¡Eres un genio, Pepe. Catalán tenías que ser. ¡Minimicemos daños cueste lo que cueste!".

A las siete de la tarde se había cerrado la crisis. Había costado un pastón, pero el Gobierno se había hecho de nuevo con los restos del dictador, a falta del dedo corazón de la mano derecha que el autor del robo, morbosamente, había decidido quedarse. Pero una momia mutilada siempre es mejor que nada, pensó Sánchez. Aunque... que el dedo ausente fuera el de una peineta le creaba cierto desasosiego.