Escribía la pasada semana sobre el ejercicio de la medicina a bordo de los navíos de la Armada, que no podía ser más primitiva e ineficaz, habida cuenta la carencia de medios existente, unida a la mala salud de los tripulantes, especialmente los pertenecientes a cubierta, que eran en quienes recaía el peso del riesgo añadido de tener que trepar como simios por la arboladura de los barcos, mayoritariamente con tiempo duro, meteorológicamente hablando, ya que era muy habitual que los cabos de la jarcia estuvieran humedecidos de forma permanente, o congelados, en el peor de los casos. Por ello no es consecuencia que a la mayoría de la marinería le faltaran dedos de las manos, desgarrados o perdidos por accidente; cuando no quedaban lisiados de por vida, si tenían la desgracia de caer desde cualquiera de los palos a cubierta o al mar, cuya pérdida resultaba inevitable. Todo ello sin contar con que padecieran heridas en combate, difícilmente sanables con, repetimos, los escasos medios disponibles; con la imposibilidad de recuperación debido al mal estado físico de los afectados; alimentados generalmente con restos de verdura con carne en salmuera y pan de bizcocho o galleta a medio fermentar a prueba de sus escasas piezas dentales, que también perdían afectadas de escorbuto, sin fruta fresca que comer, o por golpes accidentales. Así, pues, sobrevivir en estas circunstancias resultaba siempre un milagro del azar, y fue la propia Armada, por Real orden, la encargada de llevar a cabo una revisión del estado de salud de sus tripulantes durante el siglo XVIII. Fecha de mayor apogeo (y perigeo posterior) de la fuerza naval española. Realizada la experiencia, el resultado no pudo ser más desastroso, con un gran porcentaje de lesionados o tuertos con padecimientos crónicos, derivados de enfermedades virales mal curadas, y con una alimentación similar a la de los animales domésticos llevados a bordo, para surtir las delicias gastronómicas del capitán y la oficialidad existente; cocinados en su mayoría por marmitones con ínfulas de expertos cocineros, enrolados por azar merced a sus falsas referencias sobre el arte culinario. Carentes, pues, los marineros de recursos para disfrutar de una plácida vejez, si conseguían sobrevivir, retornaban a sus míseras labores de hortelanos, para seguir uniendo las secuelas de su ancianidad con la nula capacidad de ser autosuficientes. En estas circunstancias, ¿quién quería formar parte de un barco de la Armada?. Evidentemente, nadie.

Esta situación y la falta de mantenimiento contra la carcoma de la madera ("Teredo navalis") acabaron por desintegrar a la potente flota española, hasta su completa desaparición, acentuada por la pérdida de Cuba en 1898, y con ella toda la industria naval existente en sus astilleros peninsulares y de La Habana; unida a la posterior sucesión de monarcas decadentes que reinaron hasta acabar con su predominio político. En suma, ni la calderada de habas peladas, cocidas con escasa aceite y el agua caliente con los restos del bizcocho remojados, confeccionaban una especie de sopa denominada: "mazmorra" con la que calentaban de noche sus famélicos estómagos, antes de subir a los palos para cumplir su obligatoria guardia de vigías, sirvieron, en suma, para mantener presente este duro oficio.

En este día histórico en que celebramos la derrota inglesa por la ciudadanía de la Isla, no nos debe de extrañar el marco en que se desarrollaron los acontecimientos, donde aún la higiene naval era una asignatura condensada en la sentina de cualquier navío, que venía a ser la actual cloaca de las aguas negras, pero con la carencia de no poderlas expulsar de su interior al mar, que terminaremos también por convertirlo en una descomunal sentina de detritos. Todo a su tiempo, que el ser humano es aún capaz de cometer las mayores barbaridades contra sí mismo.

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