Por unas horas volví a la infancia, a las prisas e inquietudes cuando un anunciado eclipse exigía lecciones previas del maestro sobre las excepciones del astro rey y la caprichosa luna en sus respectivos caminos; lecciones y preparativos porque, a falta de gafas solares, la solución popular y económica era ahumar con guata y petróleo trozos de cristal, y si el fenómeno era nocturno, para asegurarnos con pactada antelación horas de asueto en horario habitualmente prohibido.

También, y por las exigencias de este oficio que consisten en ver, oír y contar, me perdí la impresión o el sobresalto propio ante la obligación de conocer y describir el ajeno. Así que, con previsión de tiempo y provisión de bocadillos y refrescos, el clan de parientes y amigos tiramos hacia una playa pequeña y, reloj a la vista, esperamos el prólogo de la luna de sangre que, además de impresionar a los legos mortales, sirve para que los astrofísicos conozcan aún más el estado de la atmósfera.

Las nubes móviles y el alisio, siempre benefactor pero, a veces, inoportuno, nos privaron del esperado comienzo y, ante el riesgo de perder la totalidad del espectáculo, buscamos un rato después el sur con muchos compañeros de éxodo; la parada, a la altura de Boca Cangrejo, nos regaló cuarenta y cinco minutos de asombro celeste entre desconocidos curiosamente en silencio.

Cuando en recorte gradual el círculo lunar pasó de los tonos a los cobrizos y de estos a los grises y los ocres, orillados incluso de negro, alguien comentó que la contaminación era la responsable de unas combinaciones cromáticas menos bellas de lo esperado; y otros, con mayor o menor acierto, afirmaron, negaron o especularon sobre las causas y los efectos del eclipse del siglo que sobrepasó los cien minutos aunque, según las informaciones posteriores, solo se pudo ver en plenitud en Namibia, a donde se desplazó una misión de técnicos del IAC.

De regreso a Santa Cruz, la radio nos trajo consideraciones y asombros sobre lo ocurrido y las reacciones en distintos lugares del planeta al suceso. Entre nosotros, y sin pactar la complicidad, reinó un largo silencio y las opiniones ajenas que, siempre útiles, no reflejaban los sentimientos y, en el cambio de dial, y por casualidad o humorada, oímos a Enrique Morente, grande entre los grandes, con el zorongo de García Lorca:

"La luna es un pozo chico

las flores no valen nada?"