En los años lejanos de la Transición, cuando las libertades ganadas y los derechos pactados exigían inteligencia, educación y mesura para eludir las trampas continuas de los radicales, las figuras de ciertos políticos catalanes emergieron acrecentadas porque, con su capacidad probada de sostener las reivindicaciones eternas y el pago puntual y generoso de los hechos diferenciales en su campo, mantenían también excelentes y provechosas relaciones con el Gobierno del Estado.

La aceleración histórica de la última década, crisis mediante, y la irrupción de las airadas primaveras de izquierda y derecha recluyeron el seny (juicio, cordura, sensatez, según los diccionarios) en un pasado remoto que se contempla por sus beneficiarios sin emoción ni nostalgia. En su lugar, y predicada por los antaño juiciosos, cuerdos y sensatos, aparece la rauxa (arranque y arrebato) que, en distintos tonos, dictan el investigado e intocable Pujol y su disciplinada y ejemplar familia, el huido Puigdemont, crecido por el azar, su gregario genetista Torra, el místico sectario Junquera, los civilizados Jordis y los meritorios que, en una carrera de relevos, pugnan por ser los más drásticos en las demandas y los más contundentes en el lenguaje.

La industrialización catalana debe tanto al primer Borbón -el centralista Felipe V contra el que lucharon en defensa de sus intereses particulares- como a sus venales sucesores, que cubrieron sin regateos sus demandas e, incluso, a la dictadura que si bien proscribió y persiguió las diferencias en todas partes, dotó a las periferias desarrolladas con inversiones preferentes y envidiadas por las pobres. En el contencioso sin salida que lastra a Cataluña, y fastidia al resto de las comunidades, aparecen ciertos signos positivos -no abrir nuevos frentes judiciales, por ejemplo- que si bien no tocan la cuestión mollar, por lo menos atenúan relativamente la rauxa o el cabreo y, con concesiones por ambas partes, podrían crear un espacio de entendimiento cuando todos, absolutamente todos, perdamos los miedos semánticos y el federalismo, la asignatura pendiente, deje de ser considerada como la bicha por unos y como una limosna corta por los secesionistas. Se trata, lisa y llanamente, de elegir entre la embestida y el riesgo del arrebato o el sentido común, que Alberto Moravia calificó como la salud contagiosa.