Debo decir que sentí por la mañana del viernes 17 de agosto, un leve latido de esperanza ante el televisor, mientras se desarrollaban los actos de homenaje a las víctimas de los atentados de Cambrils y Barcelona, ocurridos un año antes.

Hubo cierta armonía entre las autoridades, respeto y recuerdo a las víctimas habidas entonces, hubo música y discreción, abrazos conmovidos y saludos protocolarios entre políticos de distinto signo, algunos de los cuales pugnan por no depender de los otros, pues quieren, y es legítimo, la independencia de Cataluña.

Hubo algunos gestos desconfiados, también, como el de la mujer del exconseller de Interior Joaquim Forn, que se dirigió al rey Felipe VI con evidentes ganas de hacerse notar como otro símbolo del evento. No contenta con ello, luego divulgó lo que le dijo ("No era yo quien debía estar aquí") y, no sólo eso, el propio presidente de la Generalitat, Quim Torra, tuvo mucho cuidado en destacar que la invitó a su lado para poner en evidencia la actitud del Estado perverso, que tiene en la cárcel a patriotas catalanes.

Por la tarde este símbolo que quería poner en evidencia el president catalán se recrudeció de manera grosera, pues con el pretexto de seguir el homenaje a las víctimas, de ocho nacionalidades, habidas en aquellos atentados, Torra y los suyos se reunieron ante la cárcel donde está Forn para rendir tributo a los que están en la cárcel.

El desvío del afecto fue evidente, por la mañana y por la tarde; el pretexto de las víctimas, a las que se quería rendir afecto sin fisuras, fue obviado en momentos muy precisos del desarrollo de la primera ceremonia. Y en la segunda, que correspondió enteramente a entidades soberanistas, fue un aprovechamiento despiadado de ocasión tan triste y solemne para generar apoyo a la causa soberanista.

Esta causa tiene sus legítimos cauces, electorales y de otro tipo, pero aprovechar este momento para crear en torno a la fecha la sensación de que también esto, los atentados, fueron generados por el perverso Estado es un enorme insulto a la razón y, por cierto, a las víctimas.

Así que empecé la jornada teniendo cierta esperanza en que este momento triste abriera paso a una cierta distensión y acabé el día sintiendo que el odio gana la partida. Pasará mucho tiempo antes de que se produzca una verdadera tregua que abra un resquicio de esperanza a una solución a este conflicto de nunca acabar, cuyos protagonistas principales ni respetan la memoria de las víctimas ni tienen en cuenta que la acción de la Justicia no es el Estado sino parte del Estado, como la Generalitat, por cierto.

Que sea deseable (y en mi caso muy deseable, francamente) que se acaben los encarcelamientos no es razón suficiente para atacar a quienes detentan otras funciones del Estado, para afearles su presencia, para insultarlos como si formaran parte de una tribu infecta de bárbaros.

Las víctimas del 17A no se merecen ser el pretexto de estas exhibiciones de odio, la tregua sentimental que puso en marcha el Ayuntamiento de Barcelona merecía otro destino que esta especie de melancolía final a la que condujo el esfuerzo de organizar un acontecimiento que redujera el odio que con tanta saña pública se ha ido construyendo en Cataluña y fuera de Cataluña en torno al procès.

Momento de enorme melancolía de la que escribo hoy, 18 de agosto, aniversario triste del símbolo mayor de las consecuencias del odio entre españoles, el asesinato de Federico García Lorca. Decía un poeta colombiano que los conflictos que vivía su propio pueblo hasta fecha reciente sólo lo arreglarían el tiempo y un poeta. Hay poetas, hay tiempo, lo que no sé es si hay ganas de lavar el odio en las atarjeas del tiempo.