En el calor de la inútil polémica sobre la abadía del Valle de los Caídos, los franquistas recalcitrantes exigen la permanencia de los restos del dictador en su obra emblemática; a la izquierda, otros apasionados reclaman para el lugar la dinamita o el abandono, que es otra forma de destrucción, para acabar con el signo y ofensivo de un régimen de cuarenta años sin libertades ni derechos.

El debate del Valle de los Caídos llegó tarde a la sociedad española pero, con todo, se erigió en el asunto más denso y tenso del verano. Nuestra madura democracia mostró fisuras impropias, incomprensibles fuera de nuestras fronteras, y faltó decisión y eficacia, si se contaba y/o se cuenta con la fórmula legal y la legitimidad que emana de la mayoría parlamentaria. Filtraciones y anuncios, firmes y airados pronunciamientos provocaron un espectáculo poco edificante en los telediarios y la prensa.

Salvo una facción ruidosa y una familia interesada, nadie defiende el supuesto carácter conciliador del soberbio monumento pero ahí está y no es una obra baladí; por eso, reputados expertos, de acuerdo con la vigente Ley de Memoria Histórica, recomendaron su conservación y resignificación como testimonio y centro de interpretación del hecho más trágico de nuestra crónica contemporánea.

Espantado por los desastres que traen las revueltas salvajes y las guerras injustas y fuera del ruido impropio que lo rodea, Cuelgamuros cuenta con una colección artística que, fuera del forzado encargo, merece permanecer como prueba de un periodo doloroso e inolvidable. Separadas las señas de la megalomanía del promotor, nadie con dos dedos de frente y un milímetro de piel puede asistir impasible a la desaparición de los monolitos de Juanelo, los tapices de la Real Fábrica, las esculturas de Avalos, los bronces de Cruz Solís, los arcángeles de Ferreira, la reja de Juan Espinós, las vírgenes de Mateu y Lapayese, el gran Cristo de Julio Beobide policromado por Ignacio Zuloaga, los orantes de Antonio Martín y Luis Sanguino, los mosaicos de Santiago Padrós. La nómina de plásticos fue la mejor posible en el medio siglo y sus trabajos constituyen un museo realista digno de publicitarse, con un discurso histórico y estético consecuente, dentro de la grandeza democrática que superó las sombras y horrores del pasado con un proyecto común de convivencia.