¿Cómo se puede destrozar la vida de un país? Solo se trata de una cuestión de tiempo. Es como esa conocida historia de la rana a la que se coloca en agua templada que se va calentando lentamente al fuego hasta que imperceptiblemente el bicho queda guisado sin darse cuenta y sin saltar fuera del caldero.

Venezuela fue hace no tantos años un país de éxito. Sus riquezas naturales la convirtieron en el estado más próspero de América del Sur. La corrupción endémica de sus dirigentes se producía en el contexto de una prosperidad que parecía eterna. Pero la riqueza de los pueblos no está en sus yacimientos de petróleo, sino en los mecanismos de funcionamiento social y en la redistribución de la riqueza. Poco a poco, Venezuela tomó la deriva de la crispación. Millones de pobres fueron el caldo de cultivo para el triunfo de una revolución en la que muchos depositaron la esperanza del cambio. Pero, poco a poco, el sueño se volvió pesadilla.

La izquierda siempre ha tenido una ceguera extrema para percibir la deriva totalitaria de regímenes que nacieron con génesis revolucionaria. Pasó con los comunistas europeos en la catástrofe de la Unión Soviética. Hizo falta que cayera el Muro para que el fracaso del comunismo fuera aceptado con enorme pesar por los socialistas de las democracias occidentales. Las izquierdas tuvieron que recomponerse para superar el desgarro sentimental del fin del mito que acabó en la perestroika: la apertura hacia Occidente y la liberalización económica. Un camino de abrupto final con la llegada de Putin y la involución hacia una democracia totalitaria.

Con Venezuela ha pasado exactamente lo mismo. Los elogios de la izquierda española hacia la revolución bolivariana se han convertido en frases literalmente lapidarias: textos escritos sobre la tumba de una sociedad. El hundimiento del país, en la quiebra más absoluta, se manifiesta de todas las maneras posibles: desabastecimiento de productos de primera necesidad, pobreza energética severa, inseguridad ciudadana, falta de medicinas básicas, hiperinflación... caos. Atrás quedan aquellas frases que intentaban justificar lo injustificable. Las colas de consumidores en los comercios eran para Errejón, en noviembre de 2013, una "democratización del acceso al consumo". Y la sociedad venezolana era para Iglesias "una alternativa para los ciudadanos europeos". La izquierda verdadera se agarraba con el verbo a los restos de un naufragio que ya era un clamor. Nada flota mejor que el romanticismo.

Esta pasada semana se pudieron conocer dos instantáneas distintas de la misma realidad. Una, el desabastecimiento de carne de vacuno en todo el país venezolano, como consecuencia de otra infausta regulación del gobierno bolivariano en el precio de la carne. La otra, una imagen de Maduro comiéndose un filete en un carísimo restaurante de Turquía, con un habano en la boca. Es la vida opuesta de un pueblo arruinado y un dirigente transformado en oligarca. Una realidad ante la que la izquierda europea sigue estando ciega. Aunque ahora, de paso, también está muda.