Impresionante exposición de Cristino de Vera en Madrid. Nació en 1931, en 1978 empezó a llamarme a medianoche (a mi, a otros) para decirme que se iba a morir, sus males se acumulaban en su imaginación más que en su cuerpo, y en 2018, cuando tiene aún 87 años, sigue mandando sobre todos nosotros, que acudimos prestos a sus llamadas y a sus requerimientos de poesía, de pintura, de música y de silencio.

Es un artista total, dotado por la vara de los grandes: en sus cuadros están las flores y las cenizas juntas, el cielo y la tierra conviviendo en una especie de sinfonía de Bach que él dirige con la maestría con la que Samuel Beckett mandó a callar a la literatura y al absurdo de mediados del siglo XX. Estar con Cristino de Vera es estar con un trozo de cada de uno de los dioses que dominan las creencias del mundo, aunque ahora él cree en Dios, o por lo menos va creyendo.

Esta impresionante exposición (titulada "Cristino de Vera. Al silencio"), organizada con esfuerzo y pericia por María José Salazar, está en CaixaForum, en el Paseo del Prado, ante el Botánico, cerca del Museo del Prado, donde Cristino se calentaba en invierno y se refrescaba en verano, en las épocas de feliz soledad y muy concreta penuria. La Caixa, instada por la Fundación CajaCanarias e impulsada por la Fundación Cristino de Vera de La Laguna (ahí estaban sus responsables, Alberto Delgado, tan delicado amigo, al frente de todos ellos), ha dispuesto una sala que se parece a un cuadro de Cristino: discreta y potente como una partitura musical. Y la música, el violín de Pablo Sabater, organizó el tono de esta exquisita muestra antológica de los temas con los que Cristino se ha relacionado con la espiritualidad, siempre contra el ruido, a favor de los sonidos del alma. Luego llegó Cristino, con sus gafas oscurísimas, con su bastón innecesario (siempre he pensado que en Cristino hasta la edad es coquetería), y mandó a parar, no la música que sonaba, que esa había acabado, sino el ruido del mundo. Pues su pintura es contra el ruido del mundo. Las ventanas abiertas, los colores ocres, la bellísima cadencia de esas nubes incoloras que dominan los espacios en los que se desarrolla su mirada, acompañaron un discurso poético que él dijo, a veces para desesperación de los que queríamos escuchar la belleza de su palabra opaca, a media voz.

Hay en esta exposición, dice Cristino, un aliento de despedida. Siempre nos dijo, desde 1978, que se iba a morir, que esa era la última llamada. En su discurso reiteró la superstición, pero fue un discurso largo, hecho de pie, de memoria (la excelente memoria de Cristino), lleno de referencias culturales y musicales, de poesía, y a todos nos cautivó con su melodía insular, pues Cristino es un artista aislado por sí mismo, en otro siglo y en otro tiempo, un intelectual del silencio que durante años paró el tráfico de Madrid (literalmente) para hacer preguntas, sobre la soledad o sobre la felicidad, a los transeúntes.

Cuando parecía que iba a acabar de hablar, que iba a acabar su largo parlamento, reiniciaba otra vez: una idea, como en la música de Bach, regresaba a su mente, y al final fue in crescendo, alcanzando los niveles reiterativos y bellos de un bolero de Ravel. En su último regreso se refirió, con justicia, a su mujer, Aurora Ciriza, su Aurorita de siempre, a la que convocaba, en otros tiempos y ahora, para saber dónde estaba él mismo, para conocer por dónde debía seguir o, simplemente, para que le ayudara a contar los cigarrillos demediados que, como su amigo don Domingo Pérez Minik, fumaba aunque los tuviera contraindicados. Entonces, en aquellos tiempos, también apuntaba con palotes el número de vasos de vino que iba brindándose.

Ya no bebe Cristino, ya no fuma, dice que ya apenas pinta, pero sigue parando, como ahora, el tráfico de Madrid con el estruendo bellísimo de su arte misterioso. Es su homenaje al silencio.