Hace un año ahora fui a Nueva York a visitar a un amigo del que quería despedirme. Era Peter Mayer, uno de los grandes editores de la vida moderna.

Un año más tarde, en Fráncfort, un grupo de editores se reunió en torno a su figura. Peter Mayer murió unos meses después de aquel inolvidable encuentro. Ahora es también inolvidable este encuentro de Fráncfort.

Fráncfort nos juntó con Peter a muchos editores que asociamos su presencia a la más importante feria del mundo. Todos lo recuerdan con su bolsa pintada de ranas a cuestas, dormido en las reuniones o riendo y discutiendo en las fiestas, entusiasta siempre, apasionado lector, amigo inolvidable.

Cuando le fui a ver a Nueva York hace un año fue porque yo mismo había sido invitado a Fráncfort a la cita anual con Peter Mayer. Incluía la invitación este breve aviso: "Peter no estará". Es decir, se hacía la Cena Peter Mayer, tradicional en la feria, sin la presencia de su habitual anfitrión. Peter había pasado enfermedades y operaciones que habían deteriorado su salud al extremo, y por eso seguramente no acudiría a la cena de Fráncfort, un evento mayor en su agenda de cada octubre.

Por eso decidí cambiar mi propia ruta y saqué un billete a Nueva York. Durante años, al menos desde 2005, busqué siempre un pretexto para irle a ver, cuando dejé el mundo editorial y volví a ser activo en periodismo. Un año fui a verle a Woodstock, la sede de aquel famoso festival hippy, donde nació Overlook, la editorial que fundó su padre. Viví en su casa unos días de septiembre, y ya fue tradicional que fuera, con cualquier motivo, a Nueva York, a disfrutar de su compañía y de su casa, un piso bajo en Manhattan.

Ya entonces Peter era un editor familiar, alejado de los viajes transocéanicos que lo llevaban de Londres a cualquier parte durante los veinte años que presidió la mítica editorial Penguin. Ahí hizo una labor extraordinaria, conoció a escritores de gran talla, impulsó la lectura de los clásicos, descubrió autores, defendió la calidad de la literatura aún en los grandes grupos, y luego, retirado de esas misiones de alto vuelo, se puso al frente de Overlook, la editorial que su padre había fundado en Woodstock.

La primera vez que lo vi fue en Madrid, en junio de 1993, cuando yo estaba al frente de la editorial Alfaguara. Lo invitamos a un curso en El Escorial, y la primera noche de nuestro encuentro, mientras tomábamos vino en el centro de Madrid, me preguntó por Chavela Vargas, la reina de la música mexicana. Él había cumplido un amor soñado escuchándola cantar, veinte años antes, en una cueva de México, y sintió que quizá ella estaba en Madrid. Chavela Vargas estaba. Supe dónde y, para sorpresa de Peter, lo llevé hasta la casa del editor Manolo Arroyo, agente de la cantante.

Desde entonces él recuperó, por un tiempo, al amor de entonces, siguió a Chavela a todas partes, y ya no se separó de su presencia, que había sido benéfica. Cuando fui a verle a Nueva York, hace un año, Peter estaba lesionado y triste, parecía que ya solo habría un rayo de sol, el pronto nacimiento de Stella, su nieta, hija de Liese, su querida hija. Eso llevó el sol a sus ojos. De resto, Peter estuvo triste. Hasta que le sugerí que pusiera en su ordenador la música de Chavela. La escuchamos juntos, la cantamos juntos. Fue muy emocionante ese encuentro.

Cuando me tocó hablar, ahora, en Fráncfort, conté esas anécdotas sobre Peter. Y conté que, tiempo después de nuestro último encuentro, me escribió diciendo que esa tarde sintió que se había quedado en su despacho algo del sol de Tenerife, y que un día tendría que ir a disfrutar de ese paisaje del que yo le hablaba. Espero que Stella y Liese puedan hacer algún día lo que Peter ya no podrá hacer nunca.