Es bueno y hasta necesario volver e insistir sobre el tema de la identidad y más aún con aquella que nos debe preocupar que es la canaria. La importancia de esta cuestión es tan decisiva que en altos foros intelectuales se ha llegado a decir que "el estudio de la identidad en nuestra época es tan estratégico y vital como fue en tiempos de Freud la sexualidad".

¿Pero cuál es la naturaleza de lo que se entiende por identidad? ¿Es una estructura? ¿Es un símbolo? ¿Es un sentimiento? ¿Es como uno se ve o es visto por los demás? ¿Existe desde el comienzo de la vida o se va consolidando paulatinamente en el curso de la evolución del ser humano? La identidad tenemos que considerarla como un símbolo y también como una estructura donde pretende desarrollarse la personalidad ante las contra-fuerzas que inciden sobre ella para destruirla, para aniquilar, sobre todo, la ideología y la política.

La identidad mal llevada desde un antropocentrismo tribal es maligna, peligrosa y cruel. Pero la identidad consecuente, la que se palpa y respira, la que nos hace sentir diferentes, es la que nos autodefine. La identidad se lleva dentro y se desarrolla con nuestras vivencias a lo largo de todo un ciclo biológico.

Y si esto lo extrapolamos al marco nacionalista, para así poder hablar de identidad nacionalista, tendríamos una vez más que apoyarnos en Gellner, que la considera como "la autoconciencia de sabernos pertenecientes a una cultura en la que hemos sido adiestrados y que marca nuestras posibilidades de ser tratados como dignos ciudadanos". De ahí el esfuerzo que habrá que hacer para penetrar en la conciencia del canario, avivando símbolos que acudan hacia una cultura compartida y que funcione como referente obligado de una nación, que desde el imaginario se pretende vaya dejando su virtualidad para procurar cada día que pasa estar más cerca de la realidad de la nación canaria.

Una identidad aislada, un pueblo sin un liderazgo fuerte y contundente, sin tener conciencia nacionalista, si que podrá encontrarse cautivo de una proceso de aculturización desgarrador que incidirá aún con más virulencia, si cabe, en su extinción como pueblo y como una nación deseada o siquiera soñada.

La cultura compartida nos pone en el camino de la construcción nacional, del inicio de una nación. Pero quedarse solamente con el palpito vacuo de unos encuentros amistosos que hablen de identidad, o de discursos tambaleantes ante una dialéctica nacionalista, es rendir tributo a un tiempo perdido a la vez que se puede hasta catalogar de irresponsabilidad histórica.

Los símbolos y la identidad hay que dotarlos para sacarlos de un protonacionalismo latente y activar el dinamismo político necesario para que no se queden presos de modorras y parsimonias.

Liberarnos de cadenas ancestrales que muchas veces nos hacen rendir honores a quien nos mira por encima del hombro haciéndonos monigotes de sí mismos es una tarea fundamental y necesaria para apuntalar y consolidar no solo nuestra identidad de diferentes, sino que es la mejor señal de que estamos en el camino correcto de la construcción nacional de nuestro pueblo.