Llegan los tiempos, un año más, en que las costumbres del agasajo anual se convierten en una obligación casi ineludible, porque los hábitos se suelen pagar de una forma disciplinada y son el baremo de cómo nos ha ido, económicamente hablando, la liquidez que con cuentagotas nos entra por las arcas bancarias, que son, a fin de cuentas, los custodios de nuestros recursos dinerarios, que ahora quieren dinamitar pese a la decisión de tener que pagar los gastos de la hipoteca contratada con sus clientes.

En cuanto al balance de los acontecimientos de nuestra piel de toro, se suceden en medio de la incertidumbre de un Gobierno que no gobierna, sino que pacta para acallar las voces de los partidos oponentes, dorándoles la píldora de una forma descarada, para que olviden o hibernen (llegado el caso) la palabra: independencia. Un deseo de escisión que conlleva un cambio de rumbo radical para mirar al futuro con la añadidura de una sarta de discursos falaces y promesas incumplidas.

Pero dejemos un tanto de hablar de la pobreza política, para adentrarnos en la celebración de las tradiciones, que fueron creadas mayormente para que nos olvidáramos de nuestras obligaciones y derechos en este desequilibrado vivir cotidiano, anotando a regañadientes las bajas vitales que van quedando en la cuneta. Por ello, a modo de antídoto, nos adentramos en los vericuetos de esa elegancia social del regalo (frase acuñada por una gran superficie para captar incautos), para rascarnos el bolsillo y dejar un contingente habilitado para cumplir, como dije, con las dichosas tradiciones. De modo que el verdadero protagonista, pudiera ser la caja de habanos, la botella de marca de una bodega afamada, la caja de cava, etc., complementado ahora con el ramo de la alimentación, donde el monarca es el jamón por excelencia, pero no para ensañarse a jamonazo limpio, como harían Javier Bardem y su oponente y celoso rival por el amor de una joven Penélope, con unos senos incipientes que sabían a jamón, según palabras de su enconado manipulador y hoy marido de la actriz ya consagrada. Obsequiarse con un jamón, aunque sea a golpes, constituía un apartado en el capítulo de regalos, solo al alcance de las oficinas bancarias y sus visitadores, que otorgaban hipócritamente el manjar al cliente que se podía comprar toda una industria, mientras que a sus empleados se les otorgaba un modesto canon dinerario denominado: bolsa de Navidad, que consistía en algunos dulces típicos con una bebida corriente para brindar con ella por la sumisión de un empleo remunerado.

A título personal, estuve soportando las mentiras fantásticas de un condiscípulo malagueño, que me prometió un jamón por 500 pesetas, y me tuvo con la boca abierta durante varias Navidades, hasta que finalmente lo dejé por imposible. Y lo que antes era casi una utopía alimentaria, por fortuna hoy no lo es tanto, habida cuenta la competencia desaforada de las fábricas de conservas cárnicas, donde nacer cerdo no es precisamente un privilegio, sino todo lo contrario. Hoy basta hacerse con un catálogo de una gran superficie para comprar la ansiada pata a un precio competitivo, con el añadido de algunos regalos extras de embutidos, una camiseta de propaganda gratuita y hasta una bandera española para acudir con ella a los partidos de fútbol y sentirse patriota sólo durante noventa minutos, para una vez acabado el partido nominar como fachas a todos los portadores que sigan embozados. En esta oferta que cito, confieso que piqué como un chorlito, pues las cajas que compré, para hacer regalos, contenían los derivados del cerdo completamente podridos y dando mal olor, que tuve que ventilar el maletero de mi coche después de devolverlos por caja y recuperar el precio pagado por mi insensatez. A buen seguro que no pudieron ser sólo mis cajas las únicas devueltas, por causa de la propaganda falaz y oportunista. Puestos a comparar en esta España embutida en carnes, es muy posible que los dirigentes de los partidos punteros se apoderen de un jamón para arrearse mamporros en el Congreso, al grito de "y tú, más?", aunque vuelvan a sacar del depósito a los supervivientes y los oferten en cajas con un ejemplar gratuito de la Constitución Española; esa que se viola a cada momento, para seguir eternamente enfrentados como en un capricho goyesco.

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