Lo mejor del Puerto es el muelle, las olas exuberantes, el olor a pescado. En un tiempo había una fuente, me parece que todavía existe, más bien un chorro; ahí, cerca de los billares y de los futbolines, limpiaban los pescadores las caballas. Las mujeres iban pregonándolas por las calles y por los barrios, la cesta bamboleándose sobre sus cabezas, el género trepidando dentro de la cestería. Me gustaba ir al muelle, a oler el mar, yo no me atrevía a nadar en esas aguas para mi tan profundas. De hecho, nunca supe nadar de veras, desde la orilla se ve el mar muy bien, a qué verlo mar adentro.

Miento: no supe nadar por miedo. Un día me lancé a la mar, por el Charco de la Soga, dentro de un neumático de camión. El agua brava me fue llevando hacia el infinito y un amigo igual de adolescente que yo me rescató, me puso sobre la arena y, como otro muchacho que me rescató en parecidas circunstancias, años más tarde, en Playa Santiago, me recomendó que no volviera al mar de esa manera. Desde entonces la orilla es mi habitación del mar, ahí paso el tiempo, rebusco entre las olas, me siento como si fuera un chiquillo acabante de alcanzar la libertad. Ya sé que la palabra acabante no existe, pero la decía mi madre y forma parte de mi léxico sentimental más profundo.

Martiánez siempre fue como un imán para mi en aquellos tiempos. Un benefactor muy querido (ayudó mucho a mis padres, me ayudó a mi), don Julio Cruz, que no era pariente, me regaló en mis años de adolescente todo un equipo para ir a la playa. Yo lo tenía vedado: mi madre no quería que me bañara en el mar, tenía miedo de que allí me dieran los ataques de asma que entonces se sucedían. En la playa me pertreché entre piedras para que nadie me viera, y me bañé con cuidado, excepto cuando fui descuidado y me tuvo que salvar aquel chiquillo. A mi madre le extrañaba mi color moreno, pero ella se hacía la vista gorda. Fue mi padre quien me descubrió en medio de tremendo escándalo. Lo de "tremendo escándalo" también forma parte de aquel léxico sentimental materno.

Hubo un día en que me fugué de la clase de los Agustinos, con Manolo el de La Calera, uno de mis mejores amigos en clase, junto con el añorado Paco Afonso. A Manolo le gustaba conversar, y hablando hablando llegamos a las escalinatas del Taoro. Ese era mi paisaje favorito, lo sigue siendo. Entonces yo no sabía que me iba a encontrar por Inglaterra paisajes así, recovecos en los que había casas preciosas, silencio y luz. La luz del Puerto vista desde el Taoro es un espectáculo extraordinario.

De la luz quería escribir, pues siempre la tengo presente, y a veces la nombro equiparando esa luminosidad compleja, a veces es cegadora por la espléndida claridad que produce, a veces es cegadora también, pero porque está diluida como una nube de calor y la vista se siente herida por la potencia de sus rayos opacos. Esa luz es, al atardecer, una de las bendiciones de mi pueblo, y a ella vuelvo cada vez que puedo. Desde donde mejor se disfruta la luz, descubrí entonces y redescubrí recientemente, es en la trasera del Tigaiga, el querido hotel de los descendientes de don Enrique Talg. En un bar que ahí hay, frente al mar, se producen los mejores atardeceres de la Isla; ahí se proyecta el ocaso que agranda el cielo y que se posa sobre el mar como si lo estuviera redibujando.

En lugares así viví mi adolescencia y mi infancia. Ahora acabo de cumplir 70 años. A veces he dicho que cuando entro en Famara, la querida playa de Lanzarote, siento que rejuvenezco unos quince años. Cuando entro en Martiánez ahora o cuando miro el sol desde el Taoro tengo la sensación de que acabo de nacer. Aunque me duelan las rodillas.