Me lo contaron en Estambul hace unos años. El niño se llamaba Murat, aunque llamarse Murat en Turquía no es nada extraño, ya que es el nombre más común que existe en ese país para llamar a un hombre. Pero este Murat tenía algo especial que hacía que fuese una especie de "príncipe del Bósforo". Su abuela dice que cuando él nació, vio al profeta asomarse en el cuarto menguante de la luna y soplar hacia la pequeña cuna.

Murat "El Niño" nació en uno de los barrios más humildes de la gran ciudad de Estambul. Fue el cuarto de siete hermanos, aunque decir "el cuarto" cuando, en algunos casos, los hermanos se llevaban justo 9 meses, no era nada relevante. Realmente, nada importante.

En su casa, el padre prácticamente no existía y la madre, por más que se afanaba en sacar adelante a los siete hijos, tenía un marido inexistente, pero que aparecía de vez en cuando para sembrar la intranquilidad; y una suegra anciana que poco aportaba, pero a la que sus siete hijos veneraban, no podía hacer mucho. Varios de los hermanos de Murat "El Niño" sufrían de una extraña enfermedad de repetidos ataques epilépticos sin poder someterse al tratamiento necesario.

Un día, Murat "El Niño" decidió salir a la calle con 8 años para ser el sostén de la enorme y numerosa familia. Murat trabajaba jornadas de 16 y 18 horas. En la mañana servía el té en el gremio de los fabricantes de chaquetas de piel y artículos de peletería, justo en la zona de Beyazit. En la tarde vendía calcetines o trompos en una calle aledaña al Gran Bazar y en la noche trabajaba en un restaurante que atendía a los turistas y turcos ávidos de los famosos kebabs. En ese restaurante, Murat "El Niño" empezó vigilando que otros pequeños no pidieran ni vendieran en las mesas que estaban en la misma calle. Después pasó a fregar platos, vasos, suelos y baños. ¡Su gran ascenso laboral! Y, más tarde, de ayudante de los camareros, aunque también hacía labores de recadero.

Hasta que llegó el día que cambió su vida.

Unos empresarios de Arabia Saudí, que pasaron frente al restaurante, se detuvieron a comer unas codornices asadas con arroz picante, entre otras viandas, y cuando se fueron se dejaron olvidado un maletín que era el muestrario de una representación de diamantes. El valor del maletín se lo podrán imaginar, debido a que estaba absolutamente lleno de oro con diamantes de incrustación en una ciudad donde todo puede ocurrir y donde todo puede suceder. ¡Hasta llevar un muestrario de cinco millones de dólares y dejarlo olvidado en medio de olores y sabores a cordero asado y humus de garbanzos!

Llegaron los árabes sudando y muy blancos. Estaban tan blancos que parecían transparentes más que pálidos. Hablaron con el jefe del restaurante. También con los encargados, pero nadie había visto absolutamente nada. Murat "el bueno" había sido requerido para hacer un recado por lo que no estaba en el restaurante cuando llegaron los árabes en busca de sus objetos extraviados.

Llegó justo a tiempo de abordar al jefe de la delegación saudí para decirle en voz baja que el maletín lo había guardado él, personalmente, porque no se fiaba de algunas personas que trabajaban allí. Murat guardó el maletín en un falso techo del baño del restaurante.

Pero ya el jefe árabe le había hecho una promesa a Alá de que si aparecía el maletín, compensaría a la persona que lo devolviese con la cuarta parte del valor que tuviese el tesoro perdido. Y las promesas se hicieron para cumplirlas.

Y así fue. Mohamed llegó al siguiente día buscando a Murat "El Niño" para entregarle más de un millón de dólares. Justo el mismo día que Murat cumplía 10 años. Mohamed, al ver que era demasiada cantidad de dinero para que un niño tan pequeño lo administrara, nombró un albacea y fue así como la familia de Murat "el bueno" salió de la extrema pobreza. Sus hermanos empezaron con el caro tratamiento. Murat volvió a la escuela, aunque seguía trabajando en las tardes en el mismo restaurante y lo primero que pidió al rico árabe, con el dinero que le habían dado, fue una caja de maravillosos dulces árabes y delicias turcas para su abuela, que tanto se había sacrificado por ellos. Así podría celebrar su cumpleaños comiendo estas maravillas que él observaba y olía en el restaurante, pero que jamás comía. Cuando vio la caja de dulces empezó a creer que Alá lo había bendecido.

Cuentan que los camareros del restaurante aún siguen obligando al niño Murat a que cuente la historia de lo que allí pasó, pero sin decir quién fue el agraciado.

También cuentan que varios de los hermanos de Murat "El Niño" comenzaron a trabajar para los saudís en su fábrica de Estambul. La leyenda dice que se mudaron al barrio de Fatih, en el mismo centro de Estambul, en una casa que les donó Mohamed para que la habitaran. La madre de Murat tuvo que aprender, nuevamente, a sonreír porque se le había olvidado. El padre hacía unos meses que había dejado de aparecer para alegría de los otros miembros de la familia.

Esta historia me la contaron en Estambul, viendo como el sol se ponía y teñía de dorado las aguas del Bósforo. Así, tal cual se la cuento.

Que la bondad de un niño no la corrompa ningún tesoro perdido.

*Vicepresidente y consejero de Desarrollo Económico del Cabildo de Tenerife