Ahora estoy en México, una vez más. Se me quedó la maleta en Atlanta, en medio de un viaje que empezó en Madrid, siguió en París y ahora desembarca en Guadalajara, donde se celebra la más importante de las ferias del libro que se hacen en países de habla española. Es inevitable que en México me acuerde de mi madre, pues de ella, como es habitual en un hijo, me acuerdo todo el tiempo y con cualquier motivo. Y es porque en México, en 1973, cuando viajé por primera vez tan lejos, ocurrió una anécdota que jamás deja de golpearme, por su gracia.

En aquella ocasión ya tan lejana mi madre me hizo uno de sus típicos encargos: ya que estás en México, vete a Venezuela a ver a tus tíos. Entonces estaba en Caracas (y también en Valencia, Puerto La Cruz y Maracaibo) la mayor parte de mis parientes emigrantes. Y ella creía que México y Venezuela eran como la calle Nueva y el barrio de San Antonio. Ella tenía esas cosas, y yo las heredé. Siempre he sentido la tentación de hacer un esfuerzo por alegrarles la vida a los otros, o procurarlo. Y ella sentía que mi presencia en México debía pasar por Caracas, al menos.

No se podía, no era tan fácil; ella no insistió, pero su iniciativa era lo que valía, y lo que valió para mí. Uno aprende de la madre (sobre todo) casi todo lo que luego es, y en este caso creo que no aprendí ninguna de las cosas malas que soy, que las hay. Ella era una mujer ordenada y constante, yo no lo soy; ella era alegre hasta cuando el tiempo venía turbulento, yo no lo soy; ella solo fue pesimista al final de su vida, y entonces decidió no hablar más, no decir nada ni del dolor ni del porvenir.

Su lucha, cuando estuvo bien y cuando estuvo mal, estaba dirigida a hacerles la vida mejor a los otros, a sus hijos, sobre todo. Con su marido, nuestro padre, manejó los hilos humanos de una comprensión infinita pues, como yo mismo, mi padre era desordenado, "un hombre armado en el aire", que era su definición más exacta de aquel torbellino que fue aquel hombre que no paró ni un día de su vida, hasta el final de sus días, de idear de qué manera superar el tiempo más duro de la historia del siglo XX en España: la miseria de la posguerra.

Durante ese periodo de la vida que estuvo mi madre con nosotros llenó la casa de olores, el del café, el de las garbanzas, el de las papas con carne, y también la llenó de sus canciones y de sus cuentos. Un día lloraba y cantaba a la vez en la cocina, pues ella no quería que nosotros supiéramos que también lloraba, pues era tiempo de llorar y no eran tiempos buenos, no lo eran, y no lo eran para el barrio, para el pueblo, para una tierra y un país entero.

He escrito libros en los que he contado sucesos divertidos o dramáticos de nuestra vida con ella y con mi padre. Y, como suele suceder, siempre he sentido que están cerca, que siguen cumpliendo años y dejando huellas, en nosotros, en mis hermanos, en la gente que los conoció, que se repiten en muchos de nuestros gestos y en nuestra alegría o en nuestra tristeza. Por eso quizá nunca he prestado atención a las fechas del calendario, a sus fechas concretas, las del nacimiento y la muerte.

Mi hermana Candelaria me recordó el otro día que mi madre, que murió a los 67 años en febrero de 1981, hubiera tenido 104 años el último 21 de noviembre. Es tanta su presencia, es tanto lo que le debo a su alegría y a su ingenio a aquella mujer con la que aprendí a leer un periódico, que me parece que no tiene esos años en la conmemoración sino en la realidad. Tiene tanta fuerza su recuerdo que esta mañana mexicana de Guadalajara sigue mandando en mi memoria como aquel patio en el que ella regaba los helechos.