Podría ser el nombre de un estado perfecto del clima, el mismo que nos regala la climatología en esta parte del planeta, con la pauta permanente de los dos popes del tiempo para considerarnos ser habitantes de un lugar privilegiado y estable. Pero como ocurre a veces, los hábitos del tiempo son siempre muy personales, y sus réditos son el cobro cíclico de algunas facturas pendientes de cobrar, que se suelen traducir en copiosos aluviones barranco abajo, o tener que compartir las iras del viejo Poseidón cuando saca su tridente y se dedica a pinchar con su oleaje el infinitamente golpeado litoral insular. Lo sucedido hace unos días, donde hasta el que esto escribe tuvo que poner pies en polvorosa con su vehículo para resguardarlo de la crecida de la pleamar, no deja de ser una advertencia más de las que nos tiene acostumbrados el invierno cuando le toca protagonismo. Efectivamente, una llamada del presidente de la comunidad me advirtió de que a las veintidós horas se iba a producir la crecida de la pleamar con todas sus consecuencias; de modo que subí a Bajamar en caballo ajeno para encaramarme a la grupa del propio y salir echando leches con dirección a Santa Cruz, sin mirar atrás ni tener en cuenta si mis balcones estaban lo suficientemente cerrados como para soportar varios golpes del oleaje que a la hora prevista se desató golpeando con energía, capaz de levantar los pesados prismas de separación de la vía de entrada al garaje, como si fueran guijarros azules lanzados por los Pitufos. Hoy mismo, entrar en él me supuso un galimatías para acertar a meter el coche por el ojo de la aguja, circunstancialmente en calma y festoneada por los ninis con sus tablas de surf y sus trajes de neopreno, desafiando la ira en receso del dios del mar. Como diría Joselito el Gallo, "hay gente pa too", porque puedo entender que la casualidad o el azar ha impedido que con los años que ya he cumplido en mi refugio voluntario, el mar no se haya cobrado ninguna víctima de sus arriesgadas cabalgadas. Ellos, los ninis, suelen venir y situarse en la parte más alta de la calle en donde vivo, para vigilar "in situ" el estado de la mar y su grado de peligrosidad , amén de su dirección exacta. Y ahí permanecen hasta que la tarde va dejando escapar sus luces por los imbornales del horizonte, mientras en la lejanía del océano, un crucero de gran tonelaje cruza el costado norte de la Isla de camino a la Isla Bonita, o de arrumbada hacia el puerto chicharrero para dejar su carga de visitantes, que de forma casi inmediata partirán hacia Las Cañadas si las primeras nieves del invierno no les impide el paso para culminar su visita. Porque cuando el viejo volcán muestra su nariz enrojecida por el punto de congelación, la Isla, toda entera, se convierte en una especie de fresquera para enfriar los huesos y las viandas, que ya se van acumulando a un mes escaso de la Nochebuena. Porque esos días para el reencuentro familiar y el cumplimiento con la liturgia que celebra el nacimiento de Cristo, aunque en honor a la verdad, también se cometen excesos gastronómicos, y hasta a nuestros servidores públicos se les suaviza la sonrisa y se dejan de insultar y escupir en el Hemiciclo, para no dar el exhibicionista ejemplo que están dando a toda la nación, aunque quieran alumbrarlo con luces y guirnaldas de supuesta cordialidad.

Para exhibicionismo, la ola gigante que arrasó con unos balcones del edificio Mar y Sol, y no inmutó a una pareja de enfebrecidos amantes, apasionadamente engarzados a plena luz del día, ante las luengas barbas del papá de Polifemo.

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