De todos los periodistas que he conocido, que han ejercido el oficio andando por el mundo, no sentados en un taburete de bar o en el sofá de su casa, los más queridos y admirados han sido Feliciano Fidalgo, Manu Leguineche y Manuel Vázquez Montalbán. Hay otros que se les parecen, pero estos tres son para mi símbolos de lo que quise siempre de este oficio de melancólicos que lo disimulan.

Ahora vuelve a hablarse, gozosamente, de Manuel Vázquez Montalbán porque aparece de nuevo en las librerías la que, para el gusto de muchos, es su mejor novela, "Galíndez", la historia de un vasco que viajó en el exilio en representación del Gobierno vasco y fue asesinado, se dice, por la República de Leónidas Trujillo, el chivo de la muy importante novela de Mario Vargas Llosa.

Esta vuelta de Manolo al ruedo ibérico, arrancado para las estanterías por Anagrama, el sello fundado y alimentado tantos años por el gran Jordi Herralde, es una noticia mayor en el mundo editorial español de ahora mismo. Desde que tengo memoria del oficio de publicar, unos treinta años, nunca había sido tan difícil como ahora rescatar un nombre propio importante para la actualidad de los libros. Los editores se han dedicado, por la presión del mercado, seguramente, a publicar lo último, y los fondos de autores interesantes se han ido arrinconando hasta la nada.

Por ese camino, el sector editorial, incluido el de autores, agentes y librerías, ha vivido fundamentalmente de la novedad, con lo cual las generaciones que se han ido incorporando a la vida de los libros se han quedado sin la posibilidad de leer a clásicos contemporáneos sin cuya vena no se podría conocer la sangre de la literatura del último medio siglo. En esa vereda está la escritura de Vázquez Montalbán, que desde su juventud se atrevió a todo, cultivó todos los géneros, escribió de política, hizo humor, creó un personaje extraordinario (Pepe Carvalho: el premio que lleva este nombre lo ha ganado ahora Claudia Piñeiro, una extraordinaria escritora argentina de bello semblante y excelente escritura), intervino con tino en la política internacional, viajó al mundo cuando tenía que hacerlo, para saber más de lo que ocurría a otros, y nunca perdió, ni en la escritura ni en la vida, la sonrisa de los tímidos.

Era un hombre formidable, inseguro como todos los buenos periodistas, un escritor de una bendita rapidez cuya cultura universal, en el mundo de la comunicación, de la filosofía y de la literatura, tienen poco parangón en el universo que se le acabó en medio de un viaje, en Bangkok, en 2003.

La sombra que aquella desaparición de Vázquez Montalbán, tan prematura, lanzó sobre la cultura, periodística, literaria, política, española, ha sido indescriptible, y ya dura quince años. Algunos han tenido la osadía de atribuirle pensamientos que seguramente hubiera dicho, pero que sólo podía decir él mismo, otros han querido imitarlo, como quisieron imitar a Cortázar o a Gabriel García Márquez, pero en ninguna de las zonas sobre las que arrojó su talento hubo nunca otro como Manolo Vázquez.

Fue Manolo, además, un maestro entrañable, un personaje emocionante en sus momentos de soledad, y su biografía, que él nunca arrojó contra nadie, es la de un luchador que provenía de la mejor tradición española: la de los que no querían España porque la querían diferente.

Léanlo. Lean "Galíndez". En la faja que lleva esta edición de la mejor novela de Manolo, Herralde colocó dos frases, una de Eduardo Haro Tecglen, en cuya revista Triunfo hizo MVM sus mejores armas periodísticas, y otra de Jorge Martínez Reverte, generoso manólogo, autor también de un personaje que parece primo hermano de Carvalho. Dijo Haro: "Apasionante". Y dijo Reverte: "Su mejor novela". No cuesta nada corroborarlos. Y leer "Galíndez" es, en efecto, apasionante.