Tenemos una Constitución que privilegia la sucesión del varón con respecto a las mujeres en la Jefatura del Estado. Y al mismo tiempo listas cremallera en las candidaturas de los partidos políticos. Se trata de algo más que una muestra de exotismo intelectual. Es que las sociedades del nuevo siglo viajan a velocidad digital mientras los textos soportan muy mal el paso del tiempo. No hay más que ver cómo están hoy las tablas de la Ley de Moisés, hechas unos zorros.

Existen hoy dos tendencias antagónicas. Hay algunos que mitifican la transición española y convierten en gigantes a sus protagonistas. Hay otros que consideran que el régimen del 78 es una continuación del franquismo. Las dos visiones son igualmente falsas, aunque la segunda sea más propia de un mentecato.

Cuando el dictador se murió en la cama, de muerte natural, en España estaba todo atado y bien atado. El franquismo estaba predestinado a sobrevivir a su fundador. Pero los hijos de los vencedores y los de los derrotados, los hijos de los verdugos y de sus víctimas, habían decidido otra cosa. El rey Juan Carlos, elegido por Franco como su sucesor, decidió traicionar al dictador y convertir a este país en una democracia parlamentaria. Y el ejército lo admitió a regañadientes. Una parte del régimen, la más joven, en la órbita de la democracia cristiana, se cargó las Cortes franquistas para instaurar un Parlamento democrático. Y allí, en ese techo que después agujeraron los tiros de cuatro guardias civiles, empezó todo.

Los políticos de la transición no fueron gigantes. Suárez, Landelino, Felipe González, Fraga, Carrillo... fueron excepcionales no por lo que eran, sino por lo que decidieron no ser. El acto de renuncia tiene a veces mayor grandeza que el de la conquista. Y todos, absolutamente todos, renunciaron a muchas de sus ambiciones a cambio de construir un espacio verosímil para el crecimiento de las libertades y la justicia social en España.

La Constitución Española es, sin duda, muy mejorable. Pero a trancas y barrancas ha durando cuatro décadas. El famoso título octavo, que dejaba en la indefinición los límites de la organización territorial del Estado, ha servido para que exista en este país un especie de sistema federal que supera en competencias y atribuciones a muchos estados federales del mundo. Y todo eso se ha hecho andando, con litigios en el Tribunal Constitucional y muchas discusiones eternas.

No son las leyes las que hacen a las personas. Es justo al revés. El milagro español no es la Constitución, es el espíritu que sirvió para pactarla y para someterla al refrendo de todos los españoles. El milagro español fue la tolerancia y el entendimiento de un pueblo que venía de matarse en una guerra que enfrentó a hermanos con hermanos. Esta Constitución es grande, como jamás lo será ninguna otra, porque es la de la concordia. Y quienes quieren abolirla, reformarla o cambiarla no les llegan, siendo como es, vieja e imperfecta, ni a la altura de la suela de los zapatos.