Los dos sucumbieron, víctimas de la última gran epidemia que han padecido las Islas. Uno comenzaba a adentrarse con pasión en el arte y la ciencia de curar. Sobre los hombros del otro, el honroso historial de medio siglo de dedicación abnegada a la medicina. Desde que el más joven supo cuál era la situación sanitaria de su ciudad natal, no dudó en dejar su consulta de Güímar y unirse a quienes empezaban a combatir la enfermedad, mientras el veterano, sin atender las recomendaciones de sus propios colegas, que le aconsejaban que, por edad y por su estado de salud, no debía poner su vida en peligro, encabezó el equipo de doctores que se afanaban en salvar vidas humanas. Los dos se contagiaron del mal. Es justo que a ambos los recordemos juntos en la memoria común, cuando se cumplen cien años de su fallecimiento. Fueron los doctores Manuel Olivera y Olivera, el de más edad, y Antonio Zerolo y Álvarez, que casi acababa de salir de las aulas universitarias.

La primera voz de alarma de una grave epidemia de gripe en la Península Ibérica -la mal llamada "gripe española"- se dio en nuestra ciudad en septiembre de 1918. De inmediato se tomaron las medidas profilácticas que se tenían a mano. Pero el mal no tardó en llegar a las Islas. Hay coincidencia en que fue por la imprudencia del capitán del trasatlántico "Infanta Isabel", que permitió que embarcaran en La Coruña dos pasajeros infectados, y a que se autorizara la escala del buque en Las Palmas. La enfermedad se extendió con inusitada rapidez. El 9 de octubre se diagnosticaba en nuestro municipio el primer caso de contagio.

Los medios para combatirla eran muy escasos y primitivos. Apenas existían fármacos eficaces. Las gentes se aferraron incluso a su fe. Se sucedieron las rogativas, los templos se sometieron a desinfecciones extraordinarias, se suprimieron los espectáculos públicos, se cerraron centros de enseñanza y se aconsejó evitar concentraciones humanas que pudieran contribuir a que se propagara el mal. Se improvisó un hospital en el antiguo edificio de la Alhóndiga, se ampliaron los equipos sanitarios y de auxiliares, y la corporación municipal, en coordinación con la junta municipal de Sanidad, adoptó medidas estrictas de profilaxis; de todas ellas, la más drástica imponía el enterramiento inmediato de los fallecidos.

En la segunda semana de noviembre, el repunte de la epidemia llevó al ayuntamiento a ampliar hasta media docena el número de facultativos. Había que atender un término municipal muy extenso. Todos ellos se entregaron a su misión con total altruismo. Todos renunciaron a percibir honorarios. Entre ellos, el joven médico Zerolo.

Antonio Zerolo y Álvarez, tercero de los cinco hijos del poeta don Antonio Zerolo Herrera y doña Eladia Álvarez Escobar, había nacido en San Cristóbal de La Laguna el 11 de junio de 1891. Hizo el Bachillerato en el Instituto General y Técnico de Canarias, del que su padre era profesor. Estudió en Cádiz, al tiempo que trabajaba para costearse la carrera. Obtuvo la licenciatura en Medicina y Cirugía en junio 1916. Regresó a Tenerife y comenzó a ejercer en Tacoronte como médico titular interino, de donde pasó, meses más tarde, a Güímar. Al saber cuál era la situación en su ciudad natal acudió voluntariamente a colaborar. Contrajo la enfermedad a la semana de su entrega afanosa. La prensa del día 19 informaba que Zerolo se encontraba "ligeramente enfermo", el día 25, que su estado de salud "se había agravado" y tres días después daba como noticia de alcance su fallecimiento en la casa familiar de la calle Juan de Vera.

La conmoción ciudadana fue inmensa. La juventud y las trágicas circunstancias de la muerte del joven médico la intensificaban. Sus restos mortales, como los de todos los contagiados que fallecían, fueron trasladados inmediatamente al cementerio, sin ningún rito fúnebre; tanto era el pánico. Inmediatamente se sucedieron los reconocimientos y se propusieron homenajes. Surgieron iniciativas. Al final, como presagió "Juan Español" [Gaceta de Tenerife, 1.12.1918] "aparte de unos cuantos renglones en la prensa, no quedará más del recuerdo del pobre médico que el vacío amargo e inconsolable del dolor de los suyos".

Al cabo de cien años es justo que rescatemos su memoria y la concordemos con la del Dr. Olivera, a quien mañana recordaremos.

*Cronista Oficial de San Cristóbal de La Laguna