A veces resulta difícil distinguir a las grandes ideas de las simples ocurrencias. Probablemente lo que mejor lo define es el resultado. Desde ese punto de vista, la decisión de Pedro Sánchez de celebrar en Barcelona un Consejo de Ministros, Ministras y Etcéteras y una reunión con la Generalitat ha sido una idea de alto coste con escasos resultados.

El comunicado conjunto de Sánchez y Torrra es un monumento al vacío, un constructo sintáctico del barroco tardío, que no significa absolutamente nada: estamos aquí, nos hemos reunido, hemos hablado y en el futuro seguiremos hablando. Todos tranquilos y abróchense los cinturones. Aunque haya fuego en los motores y diez mil mecánicos y bomberos desplegados formando un cordón de seguridad en la pista de aterrizaje, aquí no pasa nada.

La noticia sustantiva de lo ocurrido el pasado viernes en Barcelona no son los acuerdos gubernamentales, sino la poderosa imagen de las calles tomadas por los comités de defensa de la república y las fuerzas de seguridad del Estado. La calle habla siempre con un lenguaje irracional mucho más intenso que las instituciones. Pero además esta vez lo ha hecho con inteligencia. Los independentistas han jugado sus cartas para la publicidad internacional. Se han cuidado de practicar una violencia muy medida, que a la postre ha impedido incidentes luctuosos. Cortaron las carreteras claves y sacaron a los jóvenes para la lucha ''dura'' por la mañana y a las familias, con niños incluidos, las llamaron a las manifestaciones cívicas de por la tarde. Ahí detrás hay gente organizando.

Pedro Sánchez se ha acostumbrado a trasladar a la política el impulso del jugador de póker que dobla las apuestas cuando va de farol y le sale bien. Lo hizo cuando en el PSOE lo ajusticiaron sumariamente los barones territoriales, a los que derrotó después en una jugada imprevista para darles matarile con el apoyo de la militancia. Y lo volvió a hacer con la moción de censura que acabó derribando a un atónito Mariano Rajoy, que no terminó de creerse que le estuvieran echando a patadas de la Presidencia hasta al tercer güisky. Pero lo malo de las jugadas de riesgo es que a largo plazo es seguro que alguna te saldrá mal.

En Moncloa se parte de un análisis correcto pero desfasado. Cataluña se quiere separar de España por un asunto de pasta. Es un territorio rico y está harto de que se quiten recursos para derivarlos a la solidaridad con otras zonas más deprimidas del Estado. Es la vieja frase de "España nos roba" con la que empezó el discurso catalanista, antes de derivar hacia la declaración unilateral de independencia.

Pero lo que hace años era un tema de pasta gansa hoy es un asunto que pertenece al mundo de los sentimientos. El mito de una república catalana libre y soberana tiene su hogar en el corazón de millones de catalanes, no en su bolsillo. El movimiento por la república ni siquiera está bajo el control de los políticos y las instituciones catalanas, sino de las asambleas de los comités revolucionarios. El tigre soberanista está desatado y si no tiene carne disponible se comerá a sus viejos amos.

La "cumbre" entre los dos gobiernos ha sido, para la oposición, una genuflexión del Gobierno de España ante una autonomía. Quienes defienden a Sánchez, consideran que ha sido un esfuerzo para avanzar en el terreno del diálogo con Cataluña, que consideran la única salida al conflicto.

Cualquiera que sea la interpretación, la ''foto de familia'' de los dos gobiernos parece el precio que Sánchez pagó para decirle a Torra que el Gobierno socialista es el mejor compañero de viaje y que le conviene mantenerlo vivo. Como si Torra tuviera alguna capacidad de decisión y no fuese también él un prisionero del ''procés'' con la apariencia de estar en libertad. Como si se creyesen la quimera de que los políticos catalanes aún controlan al tigre. Un grave error.

Pero lo que sí controlan son los votos de los diputados catalanes en el Congreso. Y si lo que buscaba Sánchez es el apoyo a sus cuentas públicas, entonces todo adquiere sentido. En su deseo de salvar los presupuestos y mantener su Gobierno, Sánchez hace una maniobra extrema y apuesta otra vez a lo grande. No le importa poner en grave riesgo a una gran parte del electorado socialista en el resto de España. Ni que las deferencias presupuestarias con Cataluña estén cabreando a muchos barones de su propio partido. Apunta a su objetivo y se lanza a tumba abierta.

Tal vez en el frontispicio del Palacio de la Moncloa, como en los cuarteles de la Guardia Civil, deberían grabar una frase que resume hasta ahora la vida política de este presidente correoso: "Todo por mi culo".