Podría decirse que el día de Navidad es un día pausado, pues si tenemos en cuenta la frecuencia de establecimientos cerrados a cal y canto, asumo que fue bastante difícil hallar algún restaurante, guachinche o figón que estuviera abierto al público. A mí, personalmente en dicha búsqueda, mi vehículo me llevó hasta tierras del sur, rebuscando en los establecimientos abiertos de las zonas turísticas, que son los que, por obligación, no pueden ir acordes con las costumbres y tradiciones de los canarios, que somos bastantes.

Para empezar, pude observar que como la inmensa mayoría de gente se suponía que estaba reposando la cena de Nochebuena, la ausencia de tráfico era una constante que llamaba la atención, mientras, como dije, buscaba un figón donde sentarme a almorzar con tranquilidad. De entrada, el mismo parque nacional del Teide, se encontraba prácticamente vacío, hasta tal punto que hasta el volcán daba la impresión de que quería pasar desapercibido, camuflado tras la calima sahariana. Ni siquiera la estación del Teleférico estaba concurrida, por la ausencia casi absoluta de coches allí aparcados en espera sus ocupantes de subir en la cesta hasta el cráter; que dicho sea de paso hubieran hecho un triste papel ante la casi ausencia de panorámica por el citado puré de polvo en suspensión.

Inasequible al desaliento, continué carretera adelante hacia Vilaflor, donde hasta los Pinos Gordos se habían ausentado y el área recreativa de Las Lajas se encontraba sin pájaros carpinteros, ni pinzones trabajando o anidando entre sus ramas. Ajenos a mi interés por llenar el buche, los turistas tomaban el despiadado sol de diciembre, que los deja como camarones recién guisados, dispuestos para mojar sus dañadas pieles en la jugosa salsa dermoprotectora, con la mente dispersa en la destemplada climatología de su país de origen. El caso es que como el hombre siempre vuelve a sus orígenes, resolví acudir a un restaurante situado en La Caleta de Adeje, justo al lado de una angosta playa de callaos. Allí tuve un golpe de suerte y encontré varias mesas vacías, e incluso a los mismos camareros de hace algunos años, Abdul y Ahmed, los cuales me reconocieron y se volcaron en atenciones inmediatas en un comedor a todas luces reformado y con trazas de cambio de dueño. Preguntados estos por sus andanzas pasadas, me respondieron que han sentado raíces e incluso han tenido hijos tinerfeños, pues a Abdul no le permitieron cumplir su proyecto de abrir un restaurante en Mauritania por la prohibición de la ley contraria al consumo de alcohol. No obstante, logró volver al mismo empleo y se trajo a su esposa consigo, que le ha dado descendencia autóctona. Y allí sigue, ahora mejor trajeado, sirviendo a los comensales, generalmente turistas europeos.

Fieles a la tradición del intercambio de dulces caseros, como recuerdo de otras épocas de escasez alimentaria, un año más solo había que observar con detenimiento a las personas que acudían a casa de sus familiares portando en sus manos cajas de cartón, con obsequios de Noel y recetas de dulces caseros en bandejas, para degustar como postres al término de la pantagruélica cena. Pese a los cambios del calendario, los tinerfeños seguimos aferrados a las antiguas tradiciones del recurso de nuestras abuelas y madres, que tuvieron imaginación y ganas suficientes para solventar aquellos años de carencia, muñecas de cartón y juguetes de madera, carentes de pilas que se desgastaban, y mucho más sólidos a la hora de jugar con ellos. Ahora, tras un empujón al almanaque, desembocaremos en el nuevo año entrante, pleno de incógnitas laborales y presunta sana convivencia.

jcvmonteverdehotmail.com