Los continentes no tienen horizontes. Son lo que son. Ilimitados en sí mismos, al menos en lo que con la vista es posible alcanzar. La estepa castellana es un mar de polvo infinito, por ejemplo. Las islas, y más si se sube hasta sus crestas, al Teide, por ejemplo, se abarcan en su totalidad y hasta se llega a vislumbrar con toda claridad aquellas que emergen a su lado.

La historia de las islas, concretamente las nuestras, Canarias, generalmente han sido condicionadas por las vicisitudes del continente. Desde donde se dispuso su conquista dislocándose culturas, quizás diferentes entre una isla y otra y extinguiéndose parte de uno u otro pueblo.

Las islas son como hijas menores de un gran padre; las nuestras, por ejemplo, del gran continente africano que se irroga, sobre todo un cúmulo de historias que fueron secuestradas por otro continente, el europeo, en su día más poderoso que sometió a vasallaje y dominio a un sin fin de pueblos a los que tuteló y saqueó durante siglos.

Cuando se ha intentado desde el continente que este aparezca en la limitación de la isla, bien por medio de aculturizaciones o por imposiciones dependiendo del carácter de cada isleño se acoge con cierta frivolidad alguna que otra pretensión donde aflora la merma de una autoestima consolidada por una historia mal contada que hace se vea nuestra pequeñez ante el continente y que muchos pretenden se convierta en realidad para que nos parezcamos a el, porque el domina, nos domina y hasta llegamos a creer que si tenemos algo de bienestar y riqueza a él se lo debemos.

Desde la isla, no obstante, hay un cierto resquemor y desconfianza hacia el continente porque desde su limitación territorial se fragua una conciencia, no muy extendida, que hace se trastoquen voluntades, y se creen conflictos sociales que desde el continente se favorecen acallando determinadas inquietudes.

Las islas suelen ser dóciles, comprensivas, a pesar de todo, y desde su limitada territorialidad incide con una injustificada correspondencia con todo aquello que desde el continente se envía, unas veces amparado en las leyes que regula el trafico de las personas y otras desde el entorpecimiento de políticas que se hacen la vista gorda para que el problema del continente se diluya, se escape y se transporte al territorio insular.

Las islas son cabales, los continentes son inciertos. Las políticas que desarrollan las islas están dentro de los linderos de sus posibilidades y del trabajo que aportan; por otro lado los continentes siempre nos miran a revés de ojo para observar si el paso se cambia o no.

Quizás si la historia de las islas pudieran escribirse por sí mismas, sin dictados y sin imposiciones pudiéramos acercarnos al continente, o al menos, este nos comprendería y no tendría bajo llave secretos que nos secuestran ciertos poderes ocultos que desde siempre henos intentado descubrir.

Tal vez en ese cometido esté la isla, en acercarse al continente para demostrar que la extensión de los territorios no marca la diferencia sino que es la cultura la que abre puertas desde las que se podrá vislumbrar simplemente: lo distinto.