Si uno tuviera que buscar una metáfora de lo que no es este país tendría que tropezarse con la estampa insólita de Juzcar, un pequeño pueblo malagueño de doscientas casas -más o menos- completamente pintado de azul.

Ponerse de acuerdo en algo tan sencillo le proporcionó a ese pueblo olvidado una media de cincuenta mil visitantes al año. Y la presentación de las dos películas dedicadas a los "pitufos", esos dibujos animados supuestamente graciosos. Encontraron una manera de vivir que acabó con el paro y trajo una prosperidad económica que sólo terminó cuando el año pasado les demandaron los herederos del creador de los dibujos animados, a los que no les habían pagado ni un euro de los derechos que les correspondían.

La gente de ese pueblo tiene fácil responder a esa pregunta de "¿cuando fue que se jodió Juzcar, Zabalita?". No siempre es tan fácil. Por ejemplo en nuestro caso. Porque ¿cuándo fue que todo se convirtió en esta maraña de gritos, de confusión y de intolerancia? Los que tenemos memoria recordamos aquel país que, muerto el perro se acabó la rabia, se despertó a la libertad con una hermosa sed de concordia y de ganas de progresar. Pero la rabia no se había ido. Cantábamos libertad sin ira, pero la ira estaba ahí; escondida, latente e intacta.

Este se ha convertido en un país de telepredicadores, de tertulianos poseídos de todas las certezas, de política mediocre que florece en una sociedad más amiga del espectáculo que de la razón. La templanza ha desaparecido por el sumidero de la agresividad que ha instalado un lenguaje plagado de adjetivos descalificadores. Somos un pueblo que ha decidido pintar cada una de nuestras casas del color que nos sale de las pelotas, aunque el conjunto sea un batiburrillo cromático doloroso a las pupilas e incompatible con la coexistencia.

El pesimismo ilustrado consiste en saber que no estamos en un nuevo año, sino en el mismo de siempre. Cuando el zapatero descansa, los duendes no le hacen el trabajo. Y cuando despierta, el dinosaurio sigue ahí. Todos los problemas que no pudimos resolver cuando cayó la última hoja del calendario siguen intactos y nocivos, envenenando el país que fue un falso milagro de desarrollo sin precedentes.

Cuando te alejas un poco de todo esto y lo miras como a un paisaje ajeno, te das cuenta que la raíz de todos los males está en la incultura y la intolerancia. Es el caldo de cultivo del machismo, de la violencia, de la demagogia populista, de la pérdida del sentido del humor, del respeto a los otros. Hoy perseguimos los chistes con la ferocidad con que los puritanos quemaban a las brujas. Todo nos ofende, nos incomoda y nos exaspera. Hacemos leyes para curarnos de todos los males pero sanamos de ninguna manera. Porque la enfermedad que tenemos es una profunda incultura incurable. Nos hicimos más europeos y más ricos pero por el camino perdimos el amor por la libertad.