Como es habitual, la crisis social y política de Venezuela ha despertado la atención informativa en España. Para algunos casi ha sido una sorpresa. Como si el proceso de putrefacción del régimen nacional socialista bolivariano hubiera empezado ayer. Como si el país hubiera amanecido, de un día para otro, arruinado irreparablemente y diezmada su población por el hambre y la desesperación.

Lo que algunos repiten con la mejor intención -que es el piche de las carreteras del infierno- es que tiene que producirse una solución pacífica que no implique un baño de sangre. No sé si las decenas de muertos de la pasada semana tenían en las venas horchata de chufla, que no cuenta como sangre o no llega a la categoría de baño. Ni sé lo que pensaría del diálogo el preso político esposado que fue arrojado desde un décimo piso de un centro de detención del SEBIN para acabar estrellado en el patio de cemento. Tal vez los muertos no estén por el diálogo. Quién sabe, porque los muertos no hablan mucho.

La triste realidad es que el futuro de Venezuela está en manos de las bayonetas. Los generales del ejército bolivariano, cómodamente instalados en los privilegios del régimen, son los que sostienen a Nicolás Maduro. El pueblo venezolano, los cientos de miles de pobres encandilados con el discurso de Chávez, la revolución bolivariana y el nacionalismo indigenista, ha terminado despertando en mitad de una pesadilla de hambre y pobreza. El Estado que nacionalizó tierras de cultivo, que expulsó a los pequeños y medianos empresarios, que se cargó la economía productiva del país, los ha llevado a la bancarrota.

Ese ejército que sostiene a Maduro empieza a agrietarse. Los generales que forman parte del Gobierno, con Vladimir Padrino a la cabeza, son cada vez más conscientes del naufragio del que han sido cómplices. Resulta más difícil cada día mantener la disciplina en un ejército al que se le ordena que reprima a su propio pueblo. La presión internacional, los embargos de fondos en el exterior y la precaria situación petrolera están haciendo crecer las grietas en un barco que se hunde. Y en contra de lo que se dice, las ratas, cuando tienen galones, son las últimas en abandonar el barco.

La única fuerza real que puede inclinar la balanza del lado de la libertad es la presión de ese mismo pueblo que en su día creyó en el chavismo y hoy sale a las calles pidiendo pan, trabajo y libertad. Ese pueblo que cuenta cada día nuevas víctimas entre sus filas. Ayudará que sus nuevos líderes sean inteligentes -como Guaidó prometiendo amnistía a los militares- y que la comunidad internacional presione. Pero los dictadores no se van, se les echa. Algunos que hoy piden diálogo y sostienen una insoportable equidistancia entre víctimas y verdugos son los que aplaudían con las orejas a un tirano incompetente cuando llevaba a su país al matadero. ¿Por qué no se callan?