Una cosa es describir y otra cosa es insultar. Muchos compañeros de clase, y luego otros que no fueron compañeros de clase, me llamaban bajito como si así me insultaran, cuando en realidad me describían.

Pasó el tiempo y llegué a ser, finalmente, una persona de estatura baja, 162, que tampoco es para que me llamen enano. Pues uno de esos amigos que no fueron compañeros ni tampoco llegaron a ser amigos, me llamó enano durante mucho tiempo. Si cada vez que me llamó enano yo hubiera crecido un centímetro hoy podría mirar a los ojos, de tú a tú, a Pau Gasol.

Pues ni la descripción, bajito, ni el insulto, enano, los tomé tan en serio como para ver afectada mi identidad moral o física. Pues nadie es lo que el otro dice enteramente; uno es quien es, no es tan bueno como lo ven los amigos ni tan malo como creen los adversarios, enemigos o desafectos. Por mi trabajo, el periodismo, expuesto por ello a la tribuna pública, capaz, por el oficio, de calificar o descalificar, me tengo merecida cualquier crítica e, incluso, cualquier desconsideración. Obviamente, entre las desconsideraciones no tengo en cuenta el insulto.

El insulto es una grave expresión del mal ánimo con respecto a otra persona, y no es aceptable aunque vaya a tu favor y se produzca para calificar a alguien que, en efecto, es un sinvergüenza. Hay que meditar los insultos tanto como los adjetivos valorativos. Y hay un infalible método para llevar a cabo ese equilibrio. Creo que antes de calificar, en cualquier sentido, favorable o desfavorable, pero sobre todo en este último caso, es bueno tener en cuenta este método que sugiere: si quieres llamar a alguien imperfecto, en cualquiera de sus escalas, piensa si tú no eres exactamente como él.

Esa fórmula me la enseñó mi hija, cuando ella tenía once años y yo era un joven periodista que se creía el rey del mambo. Como ella me vio muy suelto en la descalificación de los otros, me dijo un día para mi memorable y crucial: "Padre, ¿y si tú fueras como ese al que insultas?".

Desde entonces traté de moderarme, como una gimnasia moral, y traté de estudiar el insulto como parte de la miseria que reservamos para los otros sin tener en cuenta nuestros propios defectos.

Esta semana esas señales de alarma que puso en marcha mi hija hace más de treinta años sonaron a la vez cuando escuché, al mediodía del miércoles, en el telediario, lo que Pablo Casado tenía que decir sobre su archienemigo político, Pedro Sánchez. Menos enano, que hubiera sido una contradicción, le dijo de todo. Y, de manera sorprendente, entre esos insultos (o descripciones, él seguramente siente que "traidor" es una descripción) incluyó la palabra felón, que entre otras cosas quiere decir verdugo.

Se pasó Casado, a mi juicio, y sobre todo se pasó porque lo mismo que parece que quiere hacer Sánchez con Cataluña (que esa es la materia en juego) fue lo que quiso hacer e hizo su mentor José María Aznar con ETA. Abrir un diálogo.

Me paré en felón, ese insulto, y lo busqué en el diccionario académico. Y significa lo que ya dije, entre otras lindezas descriptivas y peyorativas. Pero hay un diccionario ("El gran libro de los insultos", de Pancracio Celdrán, La Esfera de los Libros) que revela perlas del pasado de esta palabra medieval y renacentista. "Uno de los improperios más grave" de esos tiempos, dice Pancracio. Significa "traidor alevoso, pérfido y desleal" y significaba, según Pancracio, "follón, cobarde y vil". Todo eso junto le dijo Casado a Sánchez.

Celdrán añade a su muy ilustrada búsqueda algunas referencias de Cervantes ("follones y malandrines") que aludían a este "insulto o injuria". No me imagino a Casado leyendo estas referencias, francamente. Pero menos aún me lo imagino mirándose al espejo, o mirando la historia de su mentor, para llamar felón al que ahora ocupa la Presidencia del Gobierno.