Recomendaba el amigo Manuel Vicent el otro día a nuestros políticos la lectura de El arte de insultar, del alemán Arthur Schopenhauer, ante la berrea electoral que se nos echa encima. Siempre es útil leer a los grandes filósofos, sobre todo en tiempos de confusión como los nuestros.

Y en época de berrea, como la calificaba Vicent, parece estar nuestra asilvestrada derecha todo el tiempo, a juzgar por los insultos que propina continuamente al adversario, al que considera sólo un enemigo al que destruir por los medios que sea.

Nunca habíamos escuchado tal retahíla de improperios y falsedades como los que salieron el otro día de los labios del líder de un partido al que le gusta presumir por otro lado de "moderación".

Y no es el único. La derecha/ultraderecha se ha lanzado como tromba contra un presidente del Gobierno al que parece empeñada en no reconocer como legítimo.

En una feroz campaña de acoso y derribo en la que en lugar de argumentos escuchamos hasta el aburrimiento mentiras, insultos y acusaciones tan graves y mentirosas como las de "traición a España".

No todo vale, no todo es admisible en la contienda política, y esto es algo que olvidan demasiado fácilmente unos políticos que, a falta de razones, no dudan en lanzarse a la yugular del adversario.

La derecha se ha echado una vez más al monte, olvidando deliberadamente que, al menos en democracia, la lucha política es otra cosa: la confrontación de argumentos y programas.

Pero aquí no valen los argumentos, sino que trata de imponerse a los demás el que más grita, el que apela directamente no al corazón sino a las tripas, el que más insulta sin dejar al contrario resquicio alguno.

Y el que más grita encuentra además fácil caja de resonancia en ciertos medios y sobre todo en algunas tertulias, en las que unos llamados periodistas igualmente gritones descalifican inmediatamente a quien tienen delante.

Han dicho otros, y hemos dicho también nosotros, que el peor defecto de muchos españoles es la incapacidad para escuchar, para dialogar y llegar a compromisos con quien no piensa como ellos como única forma de resolver los problemas.

Problemas tan graves como el que tiene todo el país con el independentismo catalán y que nuestra derecha se obstina en no reconocer: hay una peligrosa sordera por ambas partes que habrá que superar.

Ya pueden algunos independentistas presumir de que ellos son más europeos que "los españoles": en su absoluta cerrazón al compromiso no son sino la imagen especular de esa derecha españolista a la que continuamente denuestan.

¿Cómo puede por otro lado presumir de europeísmo y centrismo un partido como el de Albert Rivera cuando proclama que jamás pactará con el PSOE de Pedro Sánchez?

Termine o no faltando a su palabra -algo por desgracia habitual en muchos políticos-, ¿no es precisamente esa actitud cerril la peor seña de identidad de nuestra carpetovetónica derecha?

Y por lo que se refiere a la izquierda, ¿cuándo comprenderá finalmente que lo que se espera de ella no son proclamas ideológicas ni continuas divisiones por un "quítame allá esas pajas", sino propuestas que reviertan unas eufemísticamente llamadas "reformas", que, aquí como en otras partes, solo han empeorado la vida de la gente?