Que se defiendan estrechos vínculos con la comunidad hispana no significa que deban debilitarse con la europea. Ese simple maniqueísmo que proclama el abandono de la Unión para abrazar una especie Commonwealth con las naciones hispanoamericanas, carece hoy de toda justificación, ya que ambas realidades son enteramente posibles y de hecho coexisten hoy día, aunque sin duda debamos potenciar los lazos con Iberoamérica.

Lo que no puede negarse a estas renacidas ideas hispanoamericanistas son sus sólidas raíces. Intelectuales de fuste de los dos continentes han venido insistiendo en esto desde hace un siglo, sin que apenas hayamos conseguido articular nada institucionalmente válido, más allá de las protocolarias cumbres en las que de vez en cuando los dirigentes visten guayaberas y toman pisco. Unamuno, Altamira, Menéndez Pelayo o Castelar, aquí, y Rubén Darío o Ricardo Palma, allá, nos han legado una notable doctrina centrada en esa civilización compartida entre España y los países de habla hispana, marcada por largos siglos de convivencia y una historia o religión comunes. Pretender a partir de ahí configurar un marco de relaciones estable, al que se cedan incluso atributos propios de la soberanía como hemos hecho con Europa, no solo es acertado, sino deseable, dado el indudable beneficio que supone en términos culturales, sociales o económicos (hablamos de participar de un producto interior bruto acumulado de magnitudes sobresalientes, y un comercio verdaderamente colosal).

Ahora bien, que esa vocación atlantista de España necesitemos reforzarla, ninguna relación guarda con desligarnos de nuestra íntima conexión europea, a la que tanto debemos en infinidad de asuntos. Que se plantee esta cuestión aquí resulta hasta sorprendente, a la vista de lo mucho y bueno que nos ha reportado pertenecer a esa prodigiosa creación política que ha convertido a un continente convulso y problemático en un auténtico oasis de paz, democracia y prosperidad en el planeta. Aunque hayamos tenido que ajustar sectores productivos para encajar en ese formidable club de naciones, el resultado global de nuestro concurso en él supera con creces a lo mejor que nos ha podido suceder en nuestra historia contemporánea, transformando el país de cabo a rabo y en todos los ámbitos, como reconocen quienes nos visitan tras años de ausencia.

Reconocer este incontestable hecho, además, supone dar la cara por una institución en momentos en los que se ciernen sobre ella oscuros nubarrones. La eurofobia instalada en ciertos Estados del centro y este de la comunidad, basada en populismos nacionalistas que ponen en entredicho sus propios cimientos democráticos fundacionales, amenazan con llegar a Estrasburgo y, como peligroso caballo de Troya, acabar de un plumazo y sin ton ni son con aquello que tantísimo costó levantar a tantísimas personas. Quién sabe si alguna vez nos arrepentiremos de haber abierto candorosamente la puerta a aquellos que no contaban con la madurez suficiente para formar parte de la Unión y pueden ahora acabar con ella.

No pidan a un padre que elija entre dos hijos. Hispanoamérica y Europa lo son de España, y por eso hemos de seguir compartiendo juntos nuestro presente y futuro. Ninguna incompatibilidad puede existir en lo que por definición es compatible.