Como estamos en plena efervescencia de exhumaciones, ayer sacaron del sepulcro los cadáveres recientes del último Gobierno del PP para llevarlos como testigos al Tribunal Supremo. El juicio contra los rebeldes catalanes nos resucitó a Mariano Rajoy en el plasma, enfrentado, como buen muerto político, a sus propios fantasmas del pasado.

Lo de Cataluña no se sabe muy bien lo que fue. Porque hubo un referéndum que Rajoy dijo que no se iba a celebrar, pero que se celebró. Y una declaración unilateral de independencia que se firmó y luego se proclamó en el Parlamento, pero que en realidad se suspendió. Con lo que no iba a ser al final sí fue y lo que fue terminó no siendo. Vaya lío.

Asistir a la pasmosa complicación de lo evidente es todo un espectáculo. Las defensas de los políticos catalanes que sacaron la gente a la calle, que pusieron las urnas, que firmaron la independencia y la proclamaron, vienen a sostener que no pasó nada. El que manda es el pueblo y por lo tanto los políticos sólo hicieron lo que el pueblo les había pedido. Y como además no se derramó sangre, quitando las hostias que repartió la policía española, todo para ellos es una fruslería.

El expresidente que terminó aplicando el 155 y suspendiendo la autonomía de Cataluña, cuando la leche ya estaba derramada, dejó una de sus frases para la historia. Dentro de la categoría de "es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde" soltó desde la tribuna una frase lapidaria, pero de mucho sentido común: "Es el pueblo español el que decide lo que es España y no el gobierno de una comunidad autónoma".

Los juicios versan siempre sobre los hechos del pasado. Por eso quienes confían en que lo que resuelva el Tribunal Supremo va a tener alguna incidencia en el futuro del problema catalán, se equivocan. Los políticos catalanes han aceptado ya su papel de mártires de un pueblo que aspira a su independencia. El principal responsable del movimiento separatista vive felizmente en un país de la Unión Europea, pasándose por el arco del triunfo las leyes de este país y a este país mismamente. Y cuando todo acabe, nada habrá finalizado, sea cual sea el resultado del espectáculo que se está ofreciendo al mundo por parte de los independentistas como parte de sustancial de su campaña de apoyos internacionales.

Existe la ficción de que lo de Cataluña se puede arreglar con diálogo. Pero los Estados sólo se mantienen por la fuerza del deseo de convivir -que diría Ortega- o por la fuerza de la fuerza. Para Cataluña, aplíquese lo segundo. Rajoy dejó pudrir el problema catalán porque no tenía solución y porque todo lo posterga por ver si se muere solo. Pedro Sánchez hizo creer a los independentistas que podría darles lo que no puede y acabó como el rosario de la aurora. Las cosas siguen como estaban. O sea, mal.