Cuando fui por segunda vez a Inglaterra viví en un pueblo pequeño del que sobresalía una catedral en la que está enterrado Tennyson, uno de los titanes de la literatura inglesa. Aparte de eso, Lincoln, que así se llama ese territorio nebuloso e invernal que se despierta en primavera, no tenía nada de particular, aparte de amigos muy queridos que hicimos allí, los Cattermole, y el hecho cierto de que Eva, nuestra hija, aprendió a caminar e inglés en aquella calle sin salida que se llama Nursery Grove.

Yo no sabía inglés, prácticamente, y me empeñé en aprenderlo por un método doméstico que me dio resultado para el vocabulario pero que me dejó desamparado en las conversaciones por mi desastroso manejo de la sintaxis. A otra cosa me dediqué también para aprender este querido idioma. Subrayé durante meses frases de ingleses ilustres sobre las Islas, definiciones preclaras que anotaba minuciosamente como si estuviera haciendo un estudio léxico de las distintas maneras de definir una tierra como aquella de la que yo provengo.

Ignoro ahora dónde estará ese cuaderno, probablemente en ningún sitio, pero le cogí cariño al tema, porque la isla es el asunto que más me preocupa entre todos los temas filosóficos por los que transita nuestra vida. Ser isleño es algo muy serio. Como ser continental, dirán. Seguramente. Pero la seriedad de ser isleño viene de la poca seriedad con la que se nos trata. Como si fuéramos seres hoscos que no quieren salir mar adelante, o aire adelante, enfrascados en la contemplación de nuestra jaula. Y, al contrario, no hay más posibilidad de cosmopolitismo, de riesgo de viajar, de alegría de viajar, que la que adorna la personalidad de un isleño. Entre nosotros eso es así, y sorprende que se nos tome por ciudadanos ensimismados cuando es cierto que una isla es territorio de acogida pero también de marcha.

Entre los intelectuales peninsulares que desconocieron ese valor de lo isleño como cosmopolita está don Miguel de Unamuno. En un libro importante que acaba de publicar Antonio Puente (Isla militante. El testamento insular de Shakespeare y Cervantes. Entre La Tempestad y La ínsula Barataria. Pretextos), este excelente escritor nacido en Gran Canaria y experto en salidas y entradas de las Islas al exterior, se recoge una famosa carta en la que el extraordinario poeta y pensador vasco le escribe a su amigo Alonso Quesada sobre la "jaula" en la que vivían tanto el poeta como sus paisanos. Utiliza esa expresión, "jaula", y es buena la respuesta que muchos años después le dieron al autor de Niebla los isleños Sabandeños: "Hay dos clases de canarios y ninguno canta en jaula". Porque, además, don Miguel escribe a Quesada (y dijo en público) que isleño deambulaba en la jaula. "Le veo suspirando en su jaula, en su isla -tanto la exterior y geográfica como la interior- y suspirando por su libertad. Y créame, es mucho más dulce cantar enjaulado a la libertad, que estar libre y sin canto. Nadie canta lo que tiene". Era una manera de consolar al joven poeta.

Este de Unamuno se contradice con otros que recoge Puente en su admirable libro, que es una carta de batalla a favor de la isla como construcción intelectual y metafórica que les sirve al Cervantes de Don Quijote y al Shakespeare de La Tempestad para arbitrar metafórica los rasgos de soledad radical, y de aire cosmopolita, que tiene el concepto de isla. Como escribió Samuel Beckett (y recoge Puente) en El innombrable, un isleño jamás deja la isla atrás, y el irlandés sabía mucho de esto, pero aunque ese peso de la tierra sea tan grave u oneroso lo cierto es que no hay isleño que no acepte viajar con ese fardo, aunque sea con la poesía de la imaginación.

El libro está lleno de erudición, repleto de referencias a grandes viajeros que nos vinieron a ver; pero no hay ni un ápice de pedantería, se lee como si fuera uno de los estupendos de Antonio Puente y deberían leerlo aquellos que sí tienen la tentación de convertir la isla en una jaula, contradiciendo así la verdadera naturaleza del insular, al que el mar le abre una puerta y no se la cierra.