Durante años, quizás décadas, Italia vivió en una especie de tiempo muerto. La política presagiaba ya todos los males de la falta de estabilidad parlamentaria, pero la economía seguía su curso con relativa normalidad. Se hablaba entonces de la existencia de compartimentos estancos, que protegían a la sociedad civil y al tejido industrial de los vicios de la Administración. El endeudamiento público era mayúsculo pero quedaba compensado por el ahorro privado. Los efectos del crash demográfico -Italia es uno de los países más envejecidos del mundo- todavía no eran evidentes. La debilidad secular de la lira favorecía el músculo exportador de la industria, que gozaba además del prestigio de su diseño. Su riqueza agrícola era -y es- solo comparable a la francesa. Y la política -a pesar de todo- se caracterizaba por una mezcla única de cinismo y finezza capaz de preservar a la ciudadanía del maniqueísmo que aqueja a otros países. Su empuje económico no era obviamente ya el de la posguerra, pero Italia todavía no se había convertido en el enfermo de Europa. O en uno de ellos. Se creía entonces que los efectos de un mal gobierno no eran necesariamente osmóticos. Y, en realidad, el crecimiento del PIB así lo reflejaba. Hasta que dejó de hacerlo. La moraleja lógica fue que no se puede prosperar sin una buena Administración. "Algo huele a podrido en el Estado de Dinamarca", leemos en Hamlet. Del mismo modo, un gobierno ineficiente extiende sus tentáculos en todas direcciones. Italia no ha sido una excepción. Y me temo que España tampoco lo será.

La crisis española constituye el reflejo de otras muchas crisis paralelas, nacionales y europeas. La partitocracia amplifica, en este sentido, las profundas fisuras -tanto sociales como políticas- que recorren el país. Al igual que sucede en el famoso libro de Gertrude Himmelfarb One Nation, two cultures, los fosos ideológicos son tan profundos que solo un acto decisivo de enorme generosidad e inteligencia -un gran pacto de gobierno entre los partidos principales- puede actuar de antídoto ante un mal que se ha extendido con furia excesiva. Rebajar el tono de enfrentamiento cultural es crucial si queremos recuperar el humus de confianza mutua y entendimiento que todo país necesita. Porque, en efecto, ni la crispación política, ni la escalada a los extremos, ni la fragilidad de los gobiernos resultan inocuas. La sociedad exige que se asuman retos, se tomen decisiones, se depuren los errores y se mire hacia delante. El ejemplo italiano -o el argentino o el belga- son perfectos para demostrar que hay decadencias que se cuecen a fuego lento generación tras generación, década tras década. El peligro español pasa por reproducir una atmósfera de inestabilidad continua, que lleve a enquistar nuestro nudo de tensiones mientras se acortan las legislaturas.

Del 28 de abril puede volver a salir un país sencillamente ingobernable. La mala relación personal entre los líderes se traduce en el tono bronco de los discursos y en las líneas rojas con que se amenazan mutuamente. El lenguaje belicista presenta a los distintos actores bajo la dialéctica amigo-enemigo, tan alejada de los postulados integradores del parlamentarismo democrático. La famosa desconexión emocional existente entre los votantes sugiere que nos adentramos en un territorio conflictivo ya bien cartografiado por la historia. Una lenta decadencia a la italiana resulta un escenario previsible si los partidos no asumen su responsabilidad. Una lenta decadencia fruto del estancamiento de las aguas y de las sombras perversas de la ideología, auspiciadas por el poder y las emociones. Una lenta decadencia que, como leemos en Hamlet, hará que algo huela a podrido.