En mi infancia el centro de la casa era el teléfono de baquelita. No había otro en los alrededores, y los vecinos venían a usarlo, para urgencias o para tonterías. Una vez vino una mujer que necesitaba usarlo; como la central no le respondía esa mujer exclamó:

-¡En el teléfono de Fulanita siempre responden en seguida!

Le repliqué desde la cama:

-¡Pues vaya usted al teléfono de Fulanita!

La señora se asustó y se fue en busca del teléfono de la otra casa. Nuestro teléfono jamás se estropeó y jamás recuerdo que se escuchara mal.

El teléfono y mi madre siempre estaban en casa, mis hermanos y mi padre trabajaban. Yo estaba en cama. Mi madre inventaba historias para entretenerme. Era, como el teléfono, el milagro que me mantenía atento y despierto. De las noticias del colegio me nutría mi amigo Rafael Cobiella, que tantos años después está siempre que pido auxilio. Si se hubiera roto el teléfono hubiera roto las ventanas.

El teléfono sigue siendo mi vínculo con el mundo, y ahora me ha despertado lo que de ansiedad supone esa dependencia una noticia deslizada en un libro formidable, el que Gustavo Tatis Guerra, periodista y poeta colombiano le ha dedicado al Nobel Gabriel García Márquez. Tatis, que ha escrito un libro en el que no hay ni una línea que sobre, cuenta ahí el día en que la familia de Gabo recibió, con todo el mundo, la noticia de que el hijo tenía el Nobel.

Ese fue un día especial en la casa de sus padres y en todas las casas de Colombia. Cuando se hizo un silencio en medio del rebumbio, la madre del recién laureado exclamó con resignación por tanto bullicio qué esperaba que le solucionara a ella y a los suyos ese Nobel recién otorgado:

-¡Ojalá sirva para que arreglen el teléfono!

Lo cuenta en el libro y Tatis lo volvió a contar este jueves en la Casa de América de Madrid, en la presentación de La flor amarilla del prestidigitador (Navona People), en la que con él intervino Dasso Saldívar, paisano colombiano, autor además de una monumental biografía de Gabriel García Márquez.

El libro es una nutritiva compilación de conversaciones insólitas y de relatos bellísimos de la vida de Gabo, que hizo de la familia su fuente de inspiración para lo que parece tan solo, con ser eso muchísimo, hallazgo de su imaginación fértil.

El libro de Tatis se lee como si estuvieras entrando en esa casa, y no es extraño, porque la familia de Gabo, la madre, el padre, adoptaron a este periodista y poeta cuando ni era poeta ni periodista ni escritor sino un muchacho que quiso conocer a Gabo como éste (y su personaje de Cien años de soledad) quiso conocer el hielo que su abuelo llevó a Aracataca.

Esa pasión del primer encuentro siguió en encuentros posteriores, tuvo su culminación el día en que la familia de Gabo recibió la bulliciosa noticia del Nobel y se ha prolongado hasta ahora.

En cierto modo, el libro, que aparece por primera vez y fue presentado un día después del 92 cumpleaños del autor de El coronel no tiene quien le escriba, es un abrazo a Gabo y a los suyos, y es, todo él, la explicación humana de esta escritura que parece organizada por un ritmo divino.

En el libro todo es verdad y eso lo convierte en un concentrado del aire que convocan la literatura y la vida de Gabriel García Márquez.

Esa anécdota del teléfono no me conmovió solo porque me recordara aquel artilugio de baquelita cuyo sonido marcó mi infancia, sino porque identificaba la indiferencia de Luisa Santiago a los sonidos de la fama, a favor de lo que significa en una casa alejada una llamada de teléfono, sobre todo (como era el caso de la madre de Gabo) cuando tienes muchos hijos por el mundo. Y confieso que yo mismo temblé, tantos años después, ante la perspectiva horrible de que un día nosotros mismos, en la calle Nueva del Puerto de la Cruz, nos hubiéramos quedado sin sonido en ese dichoso aparato. Muchas madres, ante un éxito como el de Gabo, pensarían más, seguramente, en la necesidad del teléfono que en la necesidad del Nobel.

Tatis contó que la Telefónica colombiana dispuso a todos sus técnicos para resolver la telefonía de la casa de Luisa Santiago. Esa fue, para ella, la mayor utilidad del dichoso Nobel.