Dicen que la guerra fría entre rusos y americanos se basaba en el equilibrio que proporcionaba la seguridad en la destrucción mutua. El pleno del Parlamento de ayer, en el que Fernando Clavijo compareció para dar cuenta -por segunda vez- del caso Grúas, podría describirse de una forma parecida.

Me trago mis presagios, pues. Quienes esperábamos un espectáculo rojo chillón, de sangre y fuego, nos quedamos con las ganas. Los portavoces de los partidos demostraron una prudencia y una sensatez sorprendente por lo inusual. Hubo reproches, claro que sí. Alguna acusación subida de tono incluso. Pero todo envuelto en un cuidadoso celofán de respeto que a muchos nos hacía preguntarnos al final del espectáculo: ¿Y para qué se montó el gran circo si al final no salieron ni los leones ni los payasos?

Habrá quien piense que los partidos políticos han entendido que el oficio de denigrar la vida pública no beneficia a nadie. Que les entró por la rendija de sus funciones cerebrales un revelador rayo de luz y decidieron que los tribunales impartan justicia mientras los parlamentos debaten y hacen leyes. Pero los milagros no existen.

Tal vez lo que ocurrió es que cada palo aguantaba su vela. Que en las filas de todos los partidos políticos allí presentes hay casos judiciales abiertos que afectan a cargos públicos pasados, presentes y futuros. Solo desde una exaltada enajenación política de la realidad, que no sé yo si es cándida inocencia o inocente candidez, la portavoz de Podemos, Noemí Santana, subió airada a la tribuna clamando contra la corrupción y asegurando que un político electo imputado debe mandarse a mudar. Clavijo podría haber sacado a pasear a un ilustre compañero de Santana, el alcalde de Cádiz, José María González, Kichi, gloriosamente imputado también por prevaricación y malversación de fondos públicos, que sigue, sin reproche, sentado en su poltrona. De alcalde a alcalde y tiro porque me toca. Pero ni eso. El flojo debate siguió aflojándose sin remedio.

Solo Casimiro Curbelo sacó del sopor a algunos diputados, que se animaron a acordarse de sus muelas cuando, a su muy diplomática manera, les llamó gallinas y les animó a presentar una moción de censura contra Clavijo en vez de estar moliendo la batata con plenos inútiles. Fue un espejismo de abucheos porque, al poco, el pleno se adormeció. Ni siquiera Román Rodríguez, antorcha flamígera, pudo despertar a nadie. Subió a la tribuna como quien asciende por la empinada sombra de una montaña, hizo una faena discreta y se volvió al escaño sin orejas ni rabo. No estaba el moño para farolillos.

Clavijo llegó al pleno como el paciente que agarra por los testículos al dentista que le va a hacer un empaste y le dice: ¿verdad que no nos vamos a hacer daño, doctor? Se lo dijo a la oposición y solo le repasaron el esmalte. La sesión fue pura anestesia. Ni gota de sangre que llevarse a la boca. Como si fueran listos.