Se nos muere el mundo. Entre las manos, entre nuestras manos sucias de ensuciar. Ya no solo el mar, que agoniza hace tantos años (mireu-lo fet una claveguera, "míralo hecho una cloaca", cantaba Serrat, en bellísimo catalán, hace tres décadas o así). Se nos muere el planeta, estamos en el punto de no retorno, dice la ONU en el informe Perspectivas del medio ambiente mundial, que solo parece haber alarmado a nuestros herederos, a los jóvenes que en varias ciudades europeas (inspirados por la activista sueca Greta Thunberg, que, desde la altura de sus 16 años, les ha conmovido), han convocado para hoy una huelga para protestar por la porquería de mundo que les vamos a legar.

Llevamos mucho tiempo caminando errados. La simple cuestión de desarrollo es un error ya desde su definición al entenderlo como un sinónimo de bienestar, lo que provoca un enfoque economicista del desarrollo en el cual la idea de un mundo mejor va ligada al crecimiento económico bajo la premisa de cuanto más se consume, más feliz se es y más desarrollado está un país, sin tener en cuenta que el desgaste de los recursos no se corresponde directamente con el bienestar, sino más bien al contrario.

Para luchar contra esa falacia se acuñó el término desarrollo sostenible, definido como aquel desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones, y aunque bajo esa etiqueta estamos perpetuando el modelo economicista sin sustanciales cambios, no parece que haya más caminos viables que el de tomarnos en serio la sostenibilidad y la economía circular, aquello de "nada se pierde, todo se transforma", que dijo Lavoisier a finales del siglo XVIII, y que no es más que el modelo de equilibrio propio de la naturaleza.

La línea roja del progreso está ahí, en respetar los límites del planeta, justo en dirección contraria al crecer a cualquier coste social y ecológico. La naturaleza tiene la respuesta. Los ecosistemas y su funcionamiento son el ejemplo a imitar, el modo de descubrir que solo tiene futuro lo sostenible. La naturaleza teje conexiones, fomenta la cooperación y la interdependencia entre los organismos y construye así ecosistemas prodigiosos y sostenibles. No hay que olvidar que otros organismos hacen cosas muy similares a las que nosotros necesitamos hacer.

No nos queda más remedio que cambiar de modelo. Hemos enfermado al planeta, pero terminar de asesinarlo es un modo ridículo de suicidio, algo demasiado absurdo incluso para ese ser absurdo que es el ser humano, empeñado en convertir lo que Georges Moustaki definió como "un jardín llamado Tierra" en una cloaca donde solo sean felices las ratas.