Es el anhelo mayor del ser humano, según han cantado los poetas de todos los tiempos. Seguimos persiguiendo la felicidad como una sombra esquiva, como el agua que apenas llegamos a retener entre las manos unos segundos. Daríamos lo que fuera -pensamos- por ser felices siempre.

Algunos creen que lo conseguirían si tuvieran el cuerpo de sus sueños; otros matarían por ser millonarios y, los que más, darían lo que fuera por recuperar la juventud o la salud perdida. O ambas cosas. No sabemos exactamente qué es la felicidad, pero andamos tras ella, cargando con el contrasentido que esto supone.

Y, por eso, sabiendo de nuestra obsesión casi infantil por huir de todo lo que no sean días brillantes y arcoíris, una pléyade de gurús de la autoayuda, filósofos desnatados y acólitos de Mr. Wonderful nos están sacando los cuartos día sí, día también, con el pretexto de enseñarnos a ser felices, como si fuéramos torpes seres incompletos, incapaces de vivir sin la tutela de otros. Que, visto su éxito, igual lo somos.

La cosa es que los mismos que quieren que seamos felices aun en la miseria más absoluta, predican desde sus casoplones en lugares paradisíacos. Es raro, no me dirán que no.

Todo esto andaba pensando yo cuando cayó en mis manos una reseña sobre Happycracia, un libro, de gran éxito en Francia y ahora editado en España, escrito por la socióloga Eva Illouz y el psicólogo Edgar Cabanas, a quienes no tengo el gusto de conocer, pero pienso seguir de cerca porque, como poco, coincidimos en el planteamiento de partida.

El libro explica los orígenes de la psicología positiva y cómo su promotor, Martin Seligman, se dio cuenta de hacia dónde debía encaminar sus pasos cuando su hija Nikki de -atención- cinco años, le hizo ver que ella, a esa tiernísima edad, ya había tomado la decisión de no quejarse jamás.

Dejando a un lado la literalmente increíble epifanía familiar del señor Seligman y el propio libro (puesto que, aunque esté de moda, no tengo por costumbre hacer crítica de textos que aún no he leído) no deja de resultar curiosa la utilización y mercantilización que se ha hecho a partir de una corriente que se define como "el estudio científico del funcionamiento humano óptimo".

El señor Seligman es estadounidense. Y, como es de general conocimiento, allí no ocultan su querencia por el individualismo, el autoanálisis y la fijación por obtener gratificación y bienestar desde dentro, obviando el pequeño detalle de que hay miles de factores que se nos escapan a los pobres mortales, sobre los que no tenemos ningún control, ni interno, ni externo.

Las redes sociales y las nuevas formas de comunicación tampoco ayudan a que salgamos de ese estado de búsqueda permanente.

Nos obligamos a parecer felices en las fotos, aunque por dentro estemos viviendo dramones dignos de la Grecia clásica. Hemos entrado en la batalla de quién tiene la felicidad más grande, sólida, duradera, permanente y ostentosa.

No toleramos a quienes lloran y se quejan. Si acaso, los consolamos en público desde nuestra felicidad impostada (que también es generosa), pero no los queremos a nuestro lado en la vida real, esa que no tiene botones de me entristece.

"Sé positivo" es la frase que más se repite en las conversaciones de estos tiempos. "Ser feliz depende de ti". "Sé feliz contra viento y marea".

Yo comprendo que habrá quien me quiera lapidar, pero a mí todo esto me parece escalofriante y contra natura.

Nada puede definirse si no existe su opuesto. Si no hubiera tristeza, o rabia o incomodidad en nosotros, jamás podríamos disfrutar del bienestar que nos produce su ausencia, ni detectaríamos que algo va mal, ni tendríamos activadas las alertas necesarias para nuestra supervivencia.

Entonces, ¿por qué sentirnos culpables si no somos capaces de alcanzar esa felicidad que "solo depende de nosotros"? ¿Por qué ese empeño por hacer que la gente sonría aun cuando no tiene ni un mísero motivo para hacerlo?

Todos tenemos derecho a ser felices, sí. Pero no tenemos el deber de serlo.

No lo olvidemos.