George W. Bush (el hijo) creía tanto en sí mismo, y pensaba con tantas ganas en dirigir los Estados Unidos que decidió sacar sus muertos del armario. Antes que no presentarse al cargo o que los demócratas lo quemaran en una hoguera ante todo el mundo, tomó una decisión. Bush, se armó de fuerzas, lo sopesó y confesó ante toda la patria que era alcohólico. Que una adicción dura toda una vida, pero que hacía décadas que no probaba el alcohol, y que si sacaba esto a la luz, era porque no quería mentir a los americanos y porque quería ser su presidente. Lejos de cotilleos y farsas. Las adicciones son, lejos de un fallo en el esquema ético, una enfermedad que superar. Un alcohólico llegó a presidente de los EE UU. Cualquier persona que sale de cualquier armario, y asume el valor de contar sus más bajos instintos, queda, generalmente, dotada de una fuerza infinita para mirar al diablo de frente y derrotarlo.

Pero es que lo valoran hasta sus contrincantes políticos. Pero por estos lares, donde determinadas adicciones llegan a ser pandemia, son demasiados los que intentan humillar haciendo daño al enfermo y a sus familias que mantienen una lucha sin cuartel para recuperar a quien fue y ya no es. A los que por un micro o en un almuerzo, tratan de menospreciar a estas personas, les deseo que sus hijos no recurran a drogas a ciegas, porque quien escupe para arriba corre el riesgo de que le caiga el pollo en la cara. Y este escrito va por aquellos que no se rinden en la lucha, a los que han salido del armario de los tóxicos, y un ánimo social a no estigmatizar, más de lo necesario a quien ha dejado el infierno atrás.

@JC_Alberto