Estoy en La Coruña, o A Coruña, dicho sea como deba decirse, pues contemplo cierta controversia con el idioma del artículo. Siempre dije La Coruña, pero si un día me dicen que diga A Coruña si aquello ofende a alguien lo diría sin duda. Estoy pues en este lugar bellísimo, lleno de antigüedad y de buenos recuerdos, porque vine a un simposio internacional sobre la figura de Mario Vargas Llosa.

Durante los tres días en que ha consistido el encuentro, al que han acudido profesores de lugares tan distantes como Los Ángeles y Australia, ha hecho un tiempo magnífico, tanto que encontré en algún momento ciertamente molestos a los amigos gallegos por no poder ofrecer lluvia a los visitantes. Los que atribuyen, con razón, este exceso de buen tiempo a las consecuencias inquietantes del cambio climático, dicen que tales días azules (aquella hermosa expresión de Antonio Machado) es un riesgo para la naturaleza y para las personas.

En los tiempos de ocio del simposio nos llevaron a las afueras de Coruña (dejémoslo así) para ver un puente romano restaurado en el medievo, y luego a una iglesia igualmente poseída por la magia de la enorme vejez. En el trayecto pasamos por un gracioso paraguas de piedra que transmite la sensación de haber sido llovido durante siglos, pero que ahora parecía un anacronismo bajo el sol veraniego de estos primeros días de la primavera.

De alguna manera, en todas partes los coruñeses que con tanto afecto nos recibieron y nos llevaron a todas partes (nos llevaron en un teleférico para contemplar desde lo alto la maravillosa estampa de esta ciudad nítida) se disculparon por tener tan buen tiempo. Los más científicos añadían a su estupor las evidencias del cambio climático y los más poéticos se lamentaban, pasando ante el paraguas, por ejemplo, de los efectos que la privación de lluvia causa en la historia literaria de la ciudad de doña Emilia Pardo Bazán.

Por cierto, nos llevaron a la casa de doña Emilia, cuya biblioteca y otras instalaciones están tan perfectamente preservadas que sentí la envidia de compararla con el desdén canario hacia las herencias de nuestros próceres. Pero hablar de esto ya me parece llorar en vano sobre la lluvia derramada.

Así que había sorpresa pero también inquietud ante el buen tiempo. A mi particularmente, aparte de las alarmas de salud que me causa el cambio climático que hace ahora que Coruña exhiba treinta grados en marzo, me gusta el buen tiempo. Suele ser bueno para controlar el asma, y suele ayudarme a caminar, pues con la niebla y con la lluvia se me atrancan los bronquios y se me produce un alto grado de estrés, que sólo se combate adecuadamente cuando sale el sol.

Al hablar de estas cosas, y al llegar a la palabra estrés, se me vino a la cabeza, en una de estas conversaciones ajenas al simposio sobre Vargas Llosa, una maldición que me persigue desde hace algunos años: la maldición de los lunes. Se lo conté a Efraín Kristal, un importante catedrático de literatura hispánica de la Universidad de Los Ángeles, que sabe más que Vargas Llosa de la obra de Vargas Llosa, y éste me habló de los trabajos de su mujer, científica que se ocupa, entre otras cosas, de la memoria y del miedo, como la mujer que protagoniza Tus pasos en la escalera, la última novela (extraordinaria) de Antonio Muñoz Molina.

Observé que cuando le expliqué mi terror a los lunes él se sintió concernido, como si también le pasara, y luego supe que vio en mi un caso susceptible de ser tratado por su mujer. Así que algo más tarde se acercó a mi y me preguntó directamente:

- ¿Y qué te pasa exactamente con los lunes?

Le resumí. Tengo la sensación, desde que amanece, que ese día tengo que hacer todo lo que me falta por hacer. Y ya a media mañana no puedo más, siento un abismo que es imposible de superar. Quedamos en seguir hablando del tema, pues a él también le pareció que este es un caso clínico.

De todos modos, ahora hace un tiempo magnífico en esta ciudad nítida y aún no es lunes. Lo será mañana. Que Dios me coja confesado.