Llegué a La Laguna cuando aún no había leído a Miguel Hernández ni a Miguel Delibes. Y una profesora de Valladolid nos puso a leer, en el Instituto, a esos artífices de la poesía y de la prosa, a los que en seguida junté a los hispanoamericanos que luego han sido mis autores de cabecera, llenos de ruido y de furia y de sonidos que ya no pueden quedar fuera ni de mi memoria ni de mi vida.

En La Laguna descubrí también el periodismo y la música, de la mano de Elfidio Alonso y de sus Sabandeños, y de Alfonso García-Ramos y de Juan Pérez Delgado Nijota. Y, como he escrito o dicho muchas veces, también descubrí el amor y el Camino Largo, y, por supuesto, las librerías y las barberías y las esquinas y los adoquines, y la lluvia y el paseo, y la soledad y el frío y el estudio y a Pepe Fajardo paseando, por calles paralelas, su sabiduría científica y su soterrada, y luego expresa, pasión literaria.

Descubrí a José Luis Fajardo y sus ojos pintados y descubrí la amistad, como el amor llena de sorpresas y de dificultades, y las tardes sin hacer nada, y el Colegio Mayor, y las bellas perspectivas solitarias de las aulas y de los pasillos de la Universidad, y los discursos en el Paraninfo y el patio secreto de Periodismo.

Fueron tantos descubrimientos. Los bares baratos, los chochos o altramuces, los gritos y los susurros, y el bar Carrera. Hasta ahora mismo La Laguna ha sido un descubrimiento cotidiano, un amor sin fin por una de las ciudades que más quiero en el mundo. Ahí he estado otra vez, por poco tiempo, pero la ciudad impregna, a cualquier hora, mi memoria de hechos y de sensaciones que conforman mi pasado y mi presente y me hacen sentir que no ha pasado tanto tiempo de tantas cosas, que la vida ha sido un continuo de afectos y de alegría, y también un síntoma de lo que iban a ser mi vocación y mi persona.

La vida sigue ahí, hablando de lo que pasó. La casa del médico, el lugar donde desayunaba con mi madre antes de que ella sufriera consulta, el autostop, la búsqueda afanosa de los ojos que amaba, la urgencia por estudiar y trabajar a la vez, la noche prolongada y el frío.

Ahora viví el frío como una caricia de la historia que me sobreviene, La Carrera solitaria a medianoche, como si se reprodujera ahí la descripción que hizo Miguel de Unamuno de este pueblo al que, en el siglo pasado, distinguían los curas solitarios volviendo de misas misteriosas o tristes.

Escucho cantar, un día de primavera me parece, a Los Sabandeños, estrenándose en el Ateneo, la memoria me lleva a los gestos y a las palabras y a las canciones, y encuentro tristes las folías y también la folía del tiempo, esta hoja de calendario que me redescubre ante un espejo lleno de vaho en el que dibujo mi nombre para que se vaya borrando a medida que pasan la soledad y la mañana.

Todo lo que recuerdo y todo lo que he vivido pasa por esta ciudad a la que, cada vez que vuelvo, miro con los ojos adolescentes que tuve, los ojos del que está aprendiendo a vivir y que luego recuerda, ahora mismo, que vivir también era otra cosa, la angustia o el dolor o la alegría, pero todo mezclado, como las músicas que empezaron a sonar en los bares y en los tocadiscos, desde Los Beatles a Los Sabandeños, desde Mercedes Sosa a Los Chalchaleros, desde Pedro García Cabrera a Samuel Beckett o Julio Cortázar.

La Laguna era también un aula en la que nos hacía reír a carcajadas el siempre genial Manolo Crespo de las Casas. Y el Latín y el Griego y la Filosofía, y la inteligencia que representaron, y ahí está, Emilio Lledó y Javier Muguerza.

La Laguna inolvidable como un amigo al que siempre recurro cuando estoy solo por las noches y suenan con mis pisadas la alegría quieta de los adoquines. Al amanecer, después, las calles perezosas me abrazan para regalarme la ilusión de que lo que he perdido también puede reaparecer en cualquier instante. Y espero.