Por Jorge Majfud (OTR/PRESS)

Resumen de una entrevista más extensa que tuvo lugar el mes pasado y que forma parte del libro ''Sin azúcar'', a publicarse este año en España por Ediciones Irreverentes.

Antes de las 12:30 del mediodía me encuentro en el piso octavo con un grupo de estudiantes japoneses que, con la excitación propia de la juventud, preguntan por la oficina del profesor Noam Chomsky. Se acercan a la puerta y leen el pequeño cartelito con su nombre. Se sacan fotos, muchas fotos con rostros de alegría y sorpresa y luego del breve silencio de reconocimiento, casi místico, se marchan.

A sus 87 años, Noam Chomsky mantiene la misma lucidez que cualquiera puede advertir leyendo o mirando un video de los años setenta. Cuando pasa de su tono informal y humorístico a temas relevantes, se convierte en ese pensador grave y preciso que todos conocemos de las conferencias y de otras entrevistas. Su voz murmurante y el filo de su memoria son los mismos.

No se trata sólo del pensador vivo más citado del mundo y entre Marx, Shakespeare, Aristóteles, Platón, la Biblia, Freud, Hegel y Cicerón, si consideramos a los muertos también, sino que, como Isaac Newton, Galileo Galilei o Albert Einstein, Noam Chosmky es uno de esos pocos individuos que la historia recordará por siglos.

En este encuentro, años después de haberlo conocido personalmente en Princeton University y de haber colaborado con él en la organización y traducción de un libro en español (Ilusionistas, 2012) me interesaba más rastrear los orígenes de su pensamiento social. Así que comencé recordando uno de los tantos correos que hemos ido cruzando a lo largo de casi una década. En uno de ellos, yo le comentaba las peripecias de mi hijo en el proceso de adaptarse a una sociedad que es la suya por nacimiento pero con la única particularidad de hablar inglés con un leve acento español. En una oportunidad Chomsky me escribió:

"Cuando yo era niño, nosotros éramos la única familia de judíos en un barrio rabiosamente antisemita. Aquellas calles no eran nada divertidas para nosotros, pero mis padres nunca lo supieron. De alguna forma, uno evitaba contarle a los padres lo que nos pasaba por esos días".

Le recordé esta confesión de años atrás para iniciar nuestro diálogo sobre el mundo de aquella época y de sus implicaciones más universales. Lo que sigue es una síntesis de una conversación que se extendió más de lo previsto.

NC: Yo crecí en los años treinta y cuarenta y sí, el antisemitismo era galopante. No era como en la Alemania Nazi, claro, pero sí que era bastante serio. Era parte de la vida. Por ejemplo, cuando mi padre pudo finalmente comprar un auto usado a finales de los años treinta, solía llevarnos al campo algún fin de semana, y si teníamos que buscar algún motel para quedarnos, primero teníamos que echar un vistazo adentro para ver si decía "admisión restringida". Eso claramente significaba "judíos no". Por entonces no era necesario especificar "negros no", porque era algo obvio. Esto era, de hecho, una política nacional, la cual, como niño, yo no tenía ni idea. En 1924 se había pasado la mayor ley de inmigración en este país, la cual tenía una cláusula de Exclusión de orientales. Hasta entonces, los inmigrantes europeos habían sido fácilmente admitidos, y por eso mis padres entraron sin grandes dificultades a principios del siglo XX. Pero en 1924 todo eso cambió. Aprobaron una ley que estaba dirigida contra judíos e italianos.

J.M: ¿Todo eso tenía alguna conexión con el Temor Rojo?

NC: No, no estaba relacionado con el Temor Rojo... Bueno, tal vez en el fondo sí. Fue enseguida después de la seria represión que desencadenó Woodrow Wilson en la primera posguerra, una de las más serias de la historia estadounidense. Miles de personas fueron deportadas y prácticamente destruyó sindicatos y diversos medios de prensa independientes. Así que enseguida después de todo eso se pasó una ley antiinmigrantes. Esa ley estuvo vigente hasta los años sesenta, y esa fue la razón por la cual muy poca gente, muy pocos judíos que huían del fascismo en Europa, especialmente de Alemania, pudieron entrar a Estados Unidos. Hubo casos muy conocidos, como el del Saint Louis, un barco cargado de un millar de refugiados europeos, la mayoría de ellos judíos; la administración Roosevelt les negó asilo y fueron devueltos a Europa. Muchos de ellos terminaron muriendo en campos de concentración.

JM: Esas políticas tuvieron muchas otras consecuencias a largo plazo, ¿no?

NC: Por supuesto. El movimiento Sionista de la época, con su sede en Palestina, prácticamente se hizo cargo de los campos de concentración. Ellos tenían la política de que todo judío y judía de entre 17 y 35 años de edad no debía ser enviada a Occidente sino que debía ser redirigida a Palestina. De hecho, el primer estudio sobre este tema fue publicado en hebreo por un académico israelí llamado Joseph Grodzinsky. La traducción al inglés de este trabajo se tituló*''Good Human Material'' (Material humano de calidad), que es precisamente lo que ellos querían que fuese enviado a Palestina para su colonización y para un eventual conflicto que efectivamente ocurrió unos años después. Este trabajo no expresa otra cosa que un complemento de las políticas de Estados Unidos para presionar a Inglaterra a aceptar que los judíos se fuesen para allá, a Palestina, para que no vinieran aquí. El británico Ernest Bevin fue muy duro y directo sobre este tema cuando preguntó: "Si realmente ustedes quieren salvar a los judíos, ¿por qué no los aceptan en su propia tierra y por el contrario los envían a Palestina?"

JM: De hecho el mismo presidente Roosevelt, cuando por los años veinte era miembro del directorio de Harvard University, según algunos artículos, consideraba que había demasiados estudiantes judíos en la universidad.

NC: Sí. Y el presidente de Harvard, James Conant, bloqueó la llegada de judíos a la universidad, sobre todo impidiendo que los inmigrantes europeos entraran al departamento de química, al mismo tiempo que mantenía buenas relaciones con los nazis. Cuando los emisarios nazis vinieron a Estados Unidos, fueron muy bienvenidos a Harvard.

JM: Muchos se escandalizan de la permisividad de Perón con algunos nazis en Argentina, pero no se considera que era algo muy común y más extendido por la época aquí en Estados Unidos; hoy en día nadie está dispuesto a reconocerlo, o simplemente no lo saben*

NC: Claro. Aquí, en general, la actitud hacia los nazis no era hostil. Si tú echas una mirada en los reportes del Departamento de Estado, vas a encontrarte con que en 1937 el mismo gobierno describía a Hitler como "un moderado", alguien que estaba conteniendo las fuerzas de la izquierda y de la derecha. Para el tratado de Múnich, a finales de 1938, Roosevelt envió su principal consejero, Sumner Wells, el cual regresó a Estados Unidos con unas declaraciones muy favorables diciendo que Hitler era sin duda alguien con el cual podíamos confiar y tener relaciones. Eso fue a finales de 1938. Básicamente, los nazis eran considerados gente con las cuales podíamos hacer negocios. Los británicos también tenían sus negocios con los nazis. Ni qué decir con Mussolini, que era muy admirado en su época.

JM: Aquí en Estados Unidos hubo figuras de relevancia nacional, hoy casi íconos como Henry Ford y alguno de los gerentes de GM, quienes fueron premiados con la Gran Cruz del Águila Alemana, la mayor distinción del gobierno nazi.

NCH: Sí, Henry Ford apoyó mucho a los nazis... Los hombres de negocios ayudaron mucho a los nazis, y muchos continuaron haciendo lo mismo a lo largo de la guerra. Incluso fue algo mucho más generalizado que eso. El antisemitismo que uno podía ver a nivel de calle, ya sea como un niño como yo o en lugares como Harvard, no difería en mucho de la política que tenía este país por entonces.