El tiempo daba un cincuenta por ciento de probabilidad de lluvia el domingo, más por la mañana que por la tarde; la previsión de temperaturas, sin embargo, era muy benigna: mínimas de once grados y máximas de dieciséis, una temperatura muy elevada para un cinco de noviembre en Nueva York. En los últimos días miraba esa previsión una y otra vez; la lluvia no me gustaba mucho, pero la temperatura sí. Todo era importante porque correr cuarenta y dos kilómetros no es (por lo menos para mí) nada fácil y el tiempo es un factor clave.

Ya en Nueva York, volvía a mirar la previsión en el teléfono mientras esperaba en la feria del corredor que me dieran el dorsal y la camiseta de la carrera. Para evitar errores en las tallas, antes te ofrecían probarte unas camisetas; iba con mi amigo Nacho, mi compañero en estas lides, y nos pusimos en la cola de las "M" y un voluntario, con cinco o seis prendas de esa talla en una mano, se las iba dejando a la gente para que se las probaran. La "M", a pesar de mi ilusión y de los cuatro kilos que había perdido entrenando, no daba suficiente talla -que diría un empleado de una tienda de ropa- y me pasé a la "L". La feria del corredor estaba en el centro de convenciones Jacob Javits a orillas del río Hudson, una colosal estructura de más de ochenta mil metros cuadrados de cristal y acero y, allí, centenares de voluntarios organizaban a las riadas de corredores que buscaban sus dorsales y su bolsa del corredor. Después se accedía a la zona donde la marca que patrocina la carrera ofrecía ropa y más ropa conmemorativa de la carrera a precios prohibitivos y además un montón de puestos y stands te ofrecían barritas energéticas, geles de frío, bebidas isotónicas y un sinfín más de productos y servicios para hacer más llevaderas -al menos eso decían- las horas que nos iba a tocar correr para completar esos cuarenta y dos kilómetros.

En un gran panel unos monitores mostraban un vídeo a cámara rápida en el que podía verse todo el recorrido de la maratón. Me fijé en la gente, en el público que abarrotaba el recorrido de la carrera del año pasado, más de dos millones de personas, según la organización, que se habían apostado en las calles para animar a los corredores. Se me puso la piel de gallina, me imaginé allí, en esos lugares que había visto en tantas películas, corriendo, corriendo mientras el público de Nueva York abarrotaba las calles para animarnos, para impulsarnos con su aliento hasta la meta en Central Park. Un tipo con alguna que otra maratón de Nueva York a sus espaldas nos habló del kilómetro veintiséis (él hablaba de la milla dieciséis, cosas de Estados Unidos); allí, nos contó, se entra en Manhattan y es un momento único, memorable; nos iba a explicar también las sensaciones de ese momento pero, se tomó una pausa, sonrió y nos dijo: "Ya lo veréis el domingo, lo que os explique ahora no será ni el reflejo de lo que sentiréis".

Y de sentimientos es de lo que va correr una maratón, de lo que uno en la soledad de la carrera va sintiendo, cómo pasan los kilómetros y las fuerzas se van acabando, cómo tienes que forzar tu mente para que se crea que puedes acabar, cómo la gente te anima y te olvidas de las piernas cansadas y te vuelve el ánimo, la energía; y si todo eso ocurre en una ciudad como Nueva York, rodeado de millones de personas, la experiencia puede ser sobrecogedora, única.

La maratón de Nueva York es, probablemente, la carrera popular más importante del mundo. No es una carrera con una gran historia, empezó en 1970 con tan solo ciento veintisiete corredores dando vueltas a Central Park, pero su crecimiento desde que cambió su recorrido y empezó a pasar por los cinco distritos de la ciudad ha sido exponencial. Ahora la imagen del inicio de la carrera en el puente de Verrazano, entre Staten Island y Brooklyn, es un icono de las carreras y correr por el barrio judío, Bronx, Quinta Avenida o cruzar el puente de Queensboro para entrar en Manhattan es un sueño para corredores de los cinco continentes. Este año son más de cincuenta mil los corredores que ven ese sueño cumplido.

Salimos de la feria y Nueva York nos ofrecía un día soleado, primaveral, aunque nos seguía amenazando con lluvia para el domingo. Estos días te dan mil consejos sobre qué hacer antes de la carrera, qué comer, cuánto dormir, cosas así, pero en estos días en Nueva York he oído dos nuevos consejos que me han sorprendido: no ir de compras los días previos a la carrera y limitar los paseos, ambos consejos para no cansar las piernas. No ir de compras era fácil de cumplir, pero limitar los paseos teniendo al lado el Empire State Building, el Greenwich Village, el barrio de Chelsea o el río Hudson era más complicado. Total, si París bien vale una misa, que dijo probablemente Enrique IV para poder reinar en Francia, nosotros decidimos dar el paseo; el domingo puede que tengamos las piernas más cansadas pero seguro que el ánimo más fuerte. Nueva York bien vale un paseo? antes de la maratón.