Estoy dentro de un pabellón de baloncesto. Cerca de allí, un día yo, Mat Fernández, estreché mi mano con la del gran Drazen Petrovic (pasé una semana sin lavármela). ¿Qué hago aquí? Trabajo, pero el paso de los minutos ha convertido el negocio en ocio. Todo ha terminado ya. La niña que tiene la pelota se llama Alba. Y juega para el C.B. Santa Cruz. El balón pasa de sus manos a las de Silvia y así sucesivamente a Maite, Julia, Naylí, Palma. Nayara y Yesenia? Esa bola esférica bien podría ser la misma que yo botaba, una y otra vez sobre la acera, la primavera del 92. Mi mente gira y gira (como el bombo de la Lotería de Navidad que expulsará el número de la suerte de políticos y empresarios). Las vueltas se eternizan, como hacen las tardes con el ocaso del sol en Santa Cruz. Había dejado de jugar al baloncesto en el 88. Mi entrenador solía adoctrinarme con charlas motivadoras: Matías, no haces más que sobar (o magrear, añadía yo mentalmente) la pelota. No se equivocaba. Ese era el fin al que mis hormonitas con patas me llevaban: magrear. Aquel elemento, sin valencia ni tabla periódica en su cabeza, era la prueba irrebatible de que el talento está bajo sospecha (y si no, repasa la lista de altos cargos de cualquier Administración Pública): Matías, te convertiré en el mejor base canario desde Carmelo Cabrera. Yo estaba convencido de que lo sería, pero desde el banquillo, ni yo lo conseguiría, ni nadie lo vería. Su justificación: no quiero un globetrotter en mi equipo, quiero un tipo duro, porque aquí no se juega ni con cabeza, ni con corazón. ¡En mi equipo se juega con cojones! ¿Era eso lo que se suponía que iba a traerme la alegría de jugar?

Las niñas que tienen la pelota esta primavera del 18, sí son felices. El balón sigue circulando hacia Iris, Aroa, Pilar, Elena, Lucía y Carlotta que, como cantaba Radio Futura, después de pintar corazones de tiza en la pared, se llamaba Carlotta (con dos tt) y botaba la pelota. A ellas (difícilmente) se les podría instar a jugar con cojones. Flashback hacia el origen: 1992. La pelota bota y bota sobre la acera mientras avanzo. Aquella tarde comencé el ascenso por el recorrido del barranco Tahodio, desde su desembocadura en la bahía de Santa Cruz, hasta el IES La Alegría (actualmente denominado Anaga). Ríete de los nuevos bautismos de las calles: ponemos el Silencio y el Perdón y quitamos la Alegría. Mi vida es un luchar contra corriente. La pelota naranja continúa botando. Y yo ascendiendo. Hacer el camino inverso sería más fácil. El descenso desde la hoya de las Palomas, sería más llevadero, pero nunca dije que a Mat le gustara lo fácil. En ese año 92, los líos del puzzle urbanístico de residencial Anaga no entraban dentro de mis preocupaciones. Tampoco perdía el tiempo con los popes de la noche y sus negocios. Lo que me interesaba eran los Carnavales de Manuel Hermoso con la Billo''s Caracas Boys o Celia Cruz, y las chicas de las discotecas Daida, el Chac, o el Tropo.

En el camino que hice aquella tarde del 92 me encontré con un chaval sentado en la escalera de piedra del colegio Miguel Pintor. Me miró con ojos hambrientos. Tardé en darme cuenta que no era yo quien le interesaba, sino la pelota. A su espalda, en la fachada, un laborioso escudo tallado en piedra con toda la parafernalia simbólica franquista: las columnas de Hércules, el águila de San Juan y el yugo y las flechas. El antiguo edificio militar había mutado en un colegio donde estaban escolarizados los hijos de los empleados de la Junta de Obras del Puerto de Santa Cruz. En aquel pabellón del Miguel Pintor entrené, a finales de los ochenta, a un equipo de minibasket. Con el éxito del C.B. Santa Cruz y sus Reinas del Juego, barajé pedir una cita a don Ricardo Melchior para confesárselo y sacarme una foto junto a él con una bandeja de papas con mojo rojo y el padre Teide en un rollout a nuestra espalda. Ignoro la razón por la que aquel chaval ha regresado desde mi pasado. Sus ojos se mantuvieron atentos. ¿Estudias aquí? -Pregunté- No señor, mi colegio es el Cervantes -contestó-. Le mostré la pelota y la dejé en sus manos. Cuando hice el camino de vuelta, ya no estaba el chaval. Ni la pelota. Nunca los volví a ver.

Regreso a esta primavera del 18. El balón está en manos de catorce niñas que botan y botan, como si el partido aún no hubiera acabado, porque la cancha es igual que la vida, nunca hay que dejar de pelear. Las puedes arrojar, sin temor, a los leones, que acabarán comiéndose ellas a las fieras. Todas miran el trofeo. No es una copa. Es una especie de caja de madera. Es feo a rabiar, pero a ellas les vale. El día parecía no querer tener final, quizá porque los recuerdos me hacían regresar al principio, a la escalinata de entrada del colegio para rescatar el semblante del niño al que le regalé la pelota. ¿Cómo se llama el coach? -pregunté al acabar el encuentro-. Alister, me dice un señor rapado con bigote. ¿Qué nombre es ese?, me pregunto sin hacer pública mi sorpresa. ¿Qué importancia puede tener un nombre? Las catorce chicas jugaban con el corazón y el entrenador ponía la cabeza desde el banquillo. Hubiera sido feliz si el tal Alister me hubiera dirigido entonces, en vez del entrenador de los cojones. En mi posverdad, retengo en las retinas los ocho segundos finales del partido y esa canasta sobre la bocina de Naylí. Antes de cuestionarme que aquel era otro nombre muy raro, el señor me miró y completó la respuesta: se llama Alister y es mi hijo. Comenzó a jugar a baloncesto un día que un chico le regaló una pelota en las puertas del colegio Miguel Pintor. Lleva en el Santa Cruz toda la vida, ¿se lo puede creer, caballero? En ese instante comprendí la razón por la que el destino me llevó hasta aquel pabellón para ver aquel partido. Mi caso podía esperar un día. Las reinas del Juego y su club habían convertido los lindes del barranco Tahodio y las canchas de sus centros docentes en una fábrica de talento.

Ahora que no queda casi nadie en el recinto deportivo me viene la cara de un chaval que no dejó de aplaudir el juego de las chicas. Tiene la misma pinta de globetrotter que yo tenía a su edad. Fue entonces cuando se apagaron las luces y al instante escuché el bote de una pelota. Ya no la tendrá ninguna de las reinas del Juego: Silvia, Maite, Julia, Naylí, Palma, Nayara, Yesenia, Iris, Alba, Aroa, Pilar, Elena, Carlotta o Lucía. Presentí que estaba al compás del crossover, entre las manos y las piernas de aquel chico con ojos de trueno que respondía al nombre de Samuel.