Reconozco que no soy tan divertido como Jim Carrey. Recordé el día en que, después de una entrevista para contratar una secretaria, conocí a Irene. Ese día pasé por un bar llamado Solo Gomeros. Me sorprendió no escuchar música desde fuera, porque en La Gomera desde que se reúnen cuatro personas montan una orquesta. La razón es que ahora lo regentaban unos chinos a los que les había parecido molón conservar el nombre original del local. El tugurio era un cuchitril pensado para que los gatos y perros abandonados de la isla acudieran a orinar allí. Una vez dentro, el panorama no mejoraba sustancialmente. Supongo que la última vez que habían barrido y fregado Franco aún no había partido hacia Marruecos en el Dragon Rapide.

Aún siento mi desesperación ante las opciones que iban desfilando por mi despacho. Objetivamente, aquel día mostraba visos de nefastos augurios, aunque notaba palpitaciones que, en ese momento, interpreté ocasionadas por la mujer que acababa de salir. La última aspirante que contestó mi anuncio del periódico. Hice un par de anotaciones, observaciones acerca de su escote y el excesivo maquillaje. Tenía una elección y cinco candidatas. La primera, una profesional. Bellísima, con una escotada camisa negra brillante y una falda roja, también brillante, y un cuerpo y un rostro admirables (por no reiterarme en el adjetivo brillante). Antes de contestar a mis preguntas, se dedicó a verificar en su móvil todas las novedades en sus redes sociales.

Después, entrevisté a una chavala serigrafiada de tatuajes simbólicos y perforada con varios piercings plateados. Su apariencia de lolita me hizo dudar de su mayoría de edad, mientras me deleitaba con su manía de mover la lengua en círculos, como si buscara el sabor de las palabras. Acto seguido, pasó por mi despacho una versión canaria de la Tía Mildred que, sin duda, me traería todos los lunes un bizcocho casero de canela y limón. La cuarta pretendiente a la plaza, una "cuarentona divorciada con el pelo a lo Madonna", que diría el gran Sabina, embutida en un traje que le quedaba obscenamente desagradable y con un acento tan cerrado que haría falta una sierra circular para cortarlo. En medio de la charla sonó un tono en su smartphone que identifiqué como una vieja canción de Spandau Ballet. Bonito nombre, "¿verdad?" ¿Verdad? Una visita al barrio berlinés al que debían su nombre (donde quedaron recluidos los procesados en el juicio de Nuremberg) la haría cambiar de opinión. A mí, entonces, los que me gustaban eran los Bee Gees, cuyas melodías simulaban un gallinero en hora punta.

Me llené una taza de café recalentado y tomé un buen sorbo. Me pregunté si estaba bueno y me dije que sí (no era cierto). Percibí un regusto extraño y posos flotando en la superficie. Nefasta debería ser la quinta solicitante de empleo para que no me decantara por ella. La hice pasar y la invité a sentarse. La analicé. Era extremadamente pálida y con un pelo negro carbón que le caía sobre los hombros. Llevaba unas gafas de pasta con ribetes violetas y ropa estándar: pantalón beige, camisa blanca y zapatos planos.

-Buenos días, ¿señorita?? -pregunté su nombre, mientras intentaba localizar sobre la mesa el currículo enviado.

-Irene Sánchez Luis -contestó, justo cuando tenía sus datos en la mano derecha-. Verá, leí su anuncio en el periódico. Al parecer necesita una secretaria para la oficina.

Exacto. Le hice un par de preguntas personales de esas que se suelen hacer en cualquier club a las tres de la mañana. Aún así, aguantó el tirón con una expresión entre Bette Davis y Joan Crawford. Nos sostuvimos la mirada lo suficiente como para poder mal interpretarla si hubiéramos querido. Miré sus dedos buscando un anillo.

-¿Tiene ataduras familiares?

-Tampoco sé por qué le preocupa eso.

-No es importante que sepa por qué lo pregunto.

-No lo será para usted, señor Fernández.

Miss Guerra Fría parecía poner todo su empeño en que dejara desierta mi convocatoria pública de empleo. Tomé un nuevo sorbo de café. E intenté provocarla.

-Bien, ¿sabe al menos cocinar?

Me lanzó una mirada afilada como una espada toledana. Supongo que los ojos no pueden matar porque seguí vivo.

-¿Qué se le da mejor?

-Los huevos, señor Fernández, ¿cómo le gustan?

Logré captar a la primera el doble sentido de su réplica.

-Fritos, guisados, revueltos. Me da igual, yo y mi colesterol los adoramos.

Valoré sobre la marcha los dos folios de su carta de presentación: veintiocho años, licenciada en Derecho y Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y un Master en Derecho Penal Internacional.

-¿Tiene una moneda, señorita Sánchez?

-¿Una moneda? a qué se refiere?

-A una de esas cosas redondas que tienen un dibujo por delante y el mapa de Europa por detrás. Todavía las llaman euros a pesar de los rescates y las crisis.

Mi encanto estaba con las baterías agotadas, aunque logré confundirla.

-Creo que sí. Aquí tiene uno? ¿Para qué lo quiere?

-Para poner música en el tocadiscos.

Ella miró de un lado a otro de la habitación, momento que aproveché para apoyar la moneda entre el dedo índice de mi mano derecha y empujarla hacia arriba con el pulgar. Dio un par de vueltas en el aire antes de caer en la palma izquierda. Cara. El Hombre de Vitruvio me saludaba con los brazos abiertos.

-¿Tiene usted alguna pregunta que hacerme, señorita Sánchez?

-¿Yo? ¿Ya está?

-¿Esperaba algo más?

Por la expresión de su cara supuse que sí. Quizá una batería de psicotécnicos del tipo: ¿Cómo dibujo la casa, el hombre y el árbol? ¿Qué escribo en la historia del hombre bajo la lluvia? ¿Me reprimo si veo imágenes sexuales en alguna mancha?

-El trabajo es suyo. El señor Da Vinci le da la bienvenida -afirmé volviendo a mirar las proporciones del cuerpo humano impresas en la moneda. Por cierto, señorita Sánchez, tengo una duda, ¿sabe usted disparar?

Me miró sorprendida. Sin aquel día y aquella mujer mi vida nunca hubiera sido igual. Nunca hubiera sido capaz de atravesar un camino a través del infierno, ver la realidad con los ojos del puente o bombardear Pearl Harbor. Luego, sin preguntarme lo que iba a cobrar, me hizo solo una petición: "Sería tan amable de devolverme la moneda, señor Fernández".