Si no lo he escrito, sé que alguna vez lo he dicho: odio el mes de febrero. La segunda hoja del almanaque que recuerda la festividad de San Valentín me ha pegado ya unas cuantas "puñaladas" traperas. Ayer, sin ir más lejos, antes de empezar a ordenar la edición de hoy, un "wasa" me puso en alerta sobre la muerte de Antonio Lozano (Marruecos, 1956 - Agüimes, 2019).

Se fue un calmoso agitador cultural, un ser que funcionaba a dos tiempos: la bondad y tranquilidad que destilaba su voz era inversamente proporcional a la capacidad de generar iniciativas creativas en favor de la comunidad... Muchas de ellas las ejecutó en su querido Agüimes, pero Lozano era una de esas personas que conseguía trascender sin la necesidad de moverse del lugar en el que escribía historias tan hermosas y sencillas como "Me llamo Suleimán". Un conmovedor viaje al mundo interior de un inmigrante. Primero con un puñado de páginas y algo más tarde sobre un escenario, ese texto desprendía la humanidad de un hombre que siempre vivió emparapetado en un exquisito equilibrio. Otros, con una obra mucho más liviana, presumirían de algo que no está.

No voy a alardear de algo que nunca existió, pero repasando unas cuantas conversaciones con él, jamás recuerdo un no. Sin la existencia de una amistad, no es fácil dar tanta generosidad pero él estaba hecho de otra pasta. Se fue un buen escritor, adiós a un gran tipo.