Casi recién cumplidos los 94 años, nos deja un artista esencial, creador de un mundo de formas y signos que individualizan poderosamente su lenguaje en el espacio mundial de la escultura; un hombre bueno y generoso de su saber y su talento; un amigo incomparable que, hasta su último instante, dio a todos lección de entusiasmo por el hecho de vivir, luchando bravamente contra la decadencia física que ni por un instante afectó a su discernimiento ni condicionó la profundidad de su vivencia en la cultura, su curiosidad universal, su análisis transparente de los hechos y su nobilísimo instinto de la amistad.

Martín Chirino amó apasionadamente a Las Palmas de Gran Canaria, su ciudad natal, y a todas las Islas del Archipiélago, por él contempladas como expresión perfecta del nexo de espiritualidad histórica de tres continentes. Era muy vivo su deseo de volver a la ciudad donde había fijado residencia, y lo hacía cada vez que se lo permitía la atención a las mil demandas de su condición de creador sin fronteras.

En Las Palmas desplegaba sus afectos y aficiones con envidiable energía. Hasta hace bien poco, sus estancias representaban para los amigos íntimos memorables jornadas de visitas a exposiciones, conciertos, ópera y, sobre todo, conversación en largas sobremesas hasta la madrugada. Era tan inagotable en el lúcido análisis de lo actual, como en la seductora narrativa de sus experiencias vitales y estéticas, sus hechos en el arte y la vida, sus viajes y el sedimento de sabiduría que todo ello había depositado en su memoria, asombrosamente lúcida y precisa. El disfrute de esa luminosa inteligencia era un regalo para todos.

Su ciudad, sus amigos

En los últimos meses, cuando los médicos ya vetaban cualquier viaje, Martín lo tomaba relativamente en serio, confiado en superar las limitaciones y rescatar a la plenitud de su ser en las calles, plazas, galerías, teatros y salas de conciertos de Las Palmas. Era, sin exageración, la promesa de su paraíso en la tierra, el aire, el cielo, el mar, la playa y los lugares donde se reconocía en la integridad del ser. Su familia ha decidido incinerar sus restos y darles tierra en Las Palmas de Gran Canaria.

En Madrid, residencia obligada por su carrera de ámbito planetario, hizo famosa su residencia de San Sebastián de los Reyes, donde recibía con hospitalidad de gran señor y mejor amigo a cuantos querían saludarle en su ambiente de artista. Después diseñó y construyó su última residencia de Valgrande, en Morata de Tajuña, muy cerca de Madrid, con el gran taller de forja que había crecido en su deseo a lo largo de los años. Bautizó su finca con el nombre de Valyunque y presumía de su condición de herrero. "El herrero armonioso", le llamaba yo a veces, tomando prestado el titulo de Haendel. Él se divertía complacido, porque después de la escultura su gran amor era la música.

"Vámonos a Morata a probar unas lentejas extraordinarias", decía a veces. Otras nos llevaba a Chinchón para gustar los inmejorables asados de La Iberia. En todos los casos, fuera cual fuese el número de acompañantes, la voz cantante era la suya.

Y resultaba casi mágico estar escuchando con aquella naturalidad a uno de los artistas esenciales de nuestro tiempo.

Incansable gestor

El gran creador fue igualmente un inmenso gestor cultural. Bajo su presidencia, el Círculo de Bellas Artes de Madrid vivió la época más brillante, abierta y participativa de su historia. En el templete abierto que coronaba la azotea del edificio tuvimos con Martín conversaciones significativas de cara a la creación del Centro Atlántico de Arte Contemporáneo (CAAM), que él se comprometió a dirigir a despecho del enorme esfuerzo que imponían las incontables idas y venidas de gestión exigidas por la programación más ambiciosa, en el ámbito de la plástica internacional, de cuantas han visto la luz en Las Palmas de Gran Canaria, y nada menos que en diez años consecutivos.

Aquel punto de cita del arte contemporáneo que fue la calle de los Balcones nos puso en directo contacto con obras y artistas de primer rango en España y el mundo, especialistas y críticos que lideraban la dinámica de olas expresiones consagradas.

Y sin arrugarse por los muchos años, la Fundación Martín Chirino de Arte y Pensamiento en el Castillo de La Luz ha sido su más reciente esfuerzo para la promoción de la ciudad, prestigiosa en el exterior a menos de cuatro años de existencia de indiscutible seña de identidad del municipio y de la isla, secundada por el Ayuntamiento capitalino, al igual que el CAAM lo fuera por el Cabildo de entonces.

Fuego que se apaga

Pienso que, a pesar de su afable apertura, Chirino fue para muchos una ecuación rebelde. Se conoce más o menos el resultado, pero las incógnitas enredan el juego combinatorio. Ese resultado no tiene vuelta de hoja en sus hierros, que describen algebraicamente la estructura de una pasión asociada a la sensibilidad en estado puro.

El artista que, como él, empuña los instrumentos de forja y arranca el gesto golpeando la incandescencia, se confunde en la noche del tiempo con la más profunda ambición del hombre: la de parecerse a Dios, incluso ser dios, confundir la imagen con la sustancia y crear formas que reflejen, la creación del mundo, no otra cosa que un fuego que se apaga en volúmenes inestables.

El mito de la fuerza -la de las manos enormes de Chirino- está en la historia y las leyendas como texto de las mitologías pobladas de forjas. Apenas existen prototipos de esa energía sobrehumana que no lleven su peripecia a los subterráneos del hierro y el fuego. Pero la artesanía del superhombre, que tiene su instante estelar en el Sigfrido de Wagner (del que tanto hemos hablado), inducía sinuosamente la tentación de la belleza, el paso adelante hacia un más allá en que la pasión de vencer y destruir inspiraba el afecto de convencer y seducir.

En las esculturas de Chirino asoma el artista injertado de superhombre. Y no solo por la compacidad del material modelado sino por la belleza de las formas, la personalización de un lenguaje de dura sintaxis y la intuición de otro de los propósitos divinos: la creación del espacio a partir del objeto. Fuerza y sensibilidad, poder y sutileza, materia liberada de su crasitud física en el vuelo incontenible, la fantasía abierta a toda lectura y toda interpretación, convierten el placer contemplativo en una reflexión que, por los mil senderos de la memoria, empuja la especulación estética hasta los fondos remotos de los recuerdos.

Respuesta a la tecnología

El diafragma que separa o debería separar en todo momento la creación artística de la codificación tecnológica, tan avasalladora en nuestra civilización , tiene en Chirino su mejor modelo: él provoca la liberación de las energías físicas y mentales que la tecnología tiende a reprimir. En sus formas se realiza la libertad con gestos menos informales que dirigidos por la peligrosa estructura de las motivaciones. El escultor supremo de Canarias ha vivido en absoluta transparencia con sus gestos, resolviendo la relación con el mundo mediante una respiración primaria que consigue restaurar el funcionamiento integral de la estructura humana por rechazo del formalismo paralizante y antibiológico del universo de la tecnología.

La solidez o el movimiento de sus esculturas, su rica genealogía cultural, la gestualidad espacial y el compromiso con la belleza, sea dramática, sea lírica, dan la respuesta humana de la masa, la materia, el espesor y la dureza del engañoso progreso de la tecnología como estuario unificador de los comportamientos y neantización científica del impulso del arte.

Una gratitud inmensa

Hace unos años, paseando por la Cuarta Avenida de Nueva York, quedamos mi mujer y yo inmóviles, boquiabiertos ante la gran forma de Chirino que presidia el escaparate de la Galería Marlborough. Hace bien poco, en la misma galería pero en Madrid, resistían sus valientes noventa años el saludo, la felicitación y el abrazo de centenares de amigos y admiradores.

"Siéntate, Martín", le decíamos. Y él respondía, "si lo hago, ya no me levanto". Así ha sido toda su vida: el imperativo categórico, el ser como querer y deber, la fuerza del espíritu sosteniendo la materia.

Es el último de los genios de la espiritualidad canaria que permanecía con nosotros. Galdós, Millares y Chirino pueblan la línea deslumbrante que mantiene viva en nosotros la utopía de la perfección, la grandeza del ser por encima de la efímera circunstancia del estar. Estos gigantes son nuestros amigos más íntimos porque pueblan e iluminan los caminos más difíciles de la existencia, la opacidad del destino, el pálpito permanente de la duda. Es inmensa la gratitud que les debemos.

Puede agobiarnos la seguridad de que nunca volveremos a encontrar a Martín en su casa de la calle Venegas o en su palladiana mansión de Valgrande, con el taller de sortilegios que nos mostraba como en un ritual de maravillas, descorriendo la cortina del lugar donde estaban las piezas de las que nunca quiso desprenderse. Y extrañaremos su palabra, su progresismo inalterable, su amor de toda la vida a la ciudad que le vio nacer.

Pero seguirá aquí dentro hasta que iniciemos el inevitable viaje: alegre, profundo, divertido, comprometido, solidario y gigantesco. No más allá del pasado sábado, todavía se entusiasmaba hablando de su escultura recién terminada y de la biografía escrita con Antonio Puente, ya en la editorial que la sacará a la calle. Era el entrañable y caluroso Martín de siempre.

A Marta, su hija, a Eduardo su yerno, a sus nietas, por él adoradas, a Rafael Monagas, su discípulo y camarada, su diaria compañía de tantos años, y al madrileño Jesús Castaño, director de su Fundación en el Castillo de La Luz, los sentimientos más profundos de solidaridad. Y a Martín Chirino, un gigante, "hasta pronto" con esperanza...