La primera imagen de Martín es la de un hombre con sombrero que toma el sol al frente del taller de Martín Palazón, en La Laguna. Allí estaba convirtiendo el hierro en el símbolo rojo más destacado del mobiliario urbano de Santa Cruz. Ese monumento situó a la del Colegio de Arquitectos de Canarias, en Santa Cruz, como la plaza urbana más moderna de la ciudad y quizá de Canarias. Fue de inmediato lugar de encuentro para los jóvenes, sitio de la periferia urbana que de pronto se hizo inexcusable centro de la excursión pública, parte del bullicio, sobresaliente homenaje del rojo al barranco. Martín estaba orgulloso de esa obra, que replicó en Las Palmas, la ciudad en la que vio la luz y a la que devolvió la luz de Las Canteras. Fue en aquel momento, en torno a 1972, un visitante asiduo de Tenerife, por esa obra y por sus amistades, fue gurú de muchos de nosotros, a los que alentó a viajar fuera de nosotros mismos, a buscar un extranjero que nos regenerara el alma y nos llenara de dudas. Fue un ser entrañado en las islas, en la suya, en Tenerife, pero nunca sintió la punzada de decir o creer que cada uno de los sitios por los que pasaba y concitaban su pasión o su interés eran el centro del mundo. El mundo entero era de su interés. Sus contertulios de entonces, aparte de los jóvenes que se acercaron a él, eran los veteranos creadores de gaceta de arte, Domingo Pérez Minik, Eduardo Westerdahl. Como otros importantes miembros de su generación, con Pedro González al frente, tenía con ellos una relación magnífica; esos paseos en los que ellos coincidían mostraban una manera de sentir Santa Cruz, su aire provinciano de ciudad dispuesta a cualquier invento, como aquel del surrealismo o la estupenda exposición de escultura en la calle que él realzó hasta niveles inolvidables. Solo por esto, por esta Lady magnífica, pero también por la generosidad con la que siempre acudió a la llamada de la ciudad y de la isla, Martín Chirino se merece, en cualquier parte, aunque sea un monumento hecho de aire que no contenga ni su nombre ni sus iniciales; un monumento que esté, al menos, tan solo, en nuestra memoria. Santacrucero de honor, tan gran señor de la escultura y de la vida.