Nadie con un gramo de sensibilidad cinematográfica en sus entrañas, y quienes hemos nacido a lo largo del siglo XX la tenemos todos en mayor o menor medida, podría sustraerse, pese al tiempo transcurrido desde sus respectivos estrenos, al poderoso magnetismo que destilan filmes como Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962), La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970), Perros de paja (Straw Dogs, 1971), Mayor Dundee ( Major Dundee, 1964) o Pat Garret y Billy el niño(Pat Garret and Billy the Kid, 1973), obras icónicas, innovadoras y profundamente revisionistas que, junto a otras muchas, contribuyeron a reoxigenar el sofocante clima ideológico que azotaba a Hollywood durante las décadas de los años sesenta y setenta al tiempo que marcaban una tendencia creciente a explorar algunos de los tabúes sociales, históricos y políticos más persistentes de la convulsa historia de los EEUU.

Además de sus valores intrínsecos, todas estas películas, sin excepción, comparten un mismo denominador común: la figura emblemática del maestro Sam Peckinpah (California, 1926/Idem, 1984), supremo pontífice del western contemporáneo o, como lo rebautizó la crítica especializada en aquellos años, del dirty western (western sucio) por su ausencia de héroes de corte tradicional y por la forma en que transfiere esas mismas convenciones para ofrecer el reverso de un género sustentado, desde sus años fundacionales, en una interpretación excesivamente beatífica del far west. Pues bien, la conmemoración este año del 50 aniversario de Grupo salvaje (The Wild Bunch), una de sus más alabadas obras maestras, inspirada en un guion escrito al alimón por Walon Green y el propio Peckinpah, pone nuevamente de actualidad a este inclasificable cineasta desaparecido hace 35 años, cuya figura sigue siendo justamente reverenciada por críticos e historiadores, como son las de todos aquellos directores que han aportado al cine una mirada prístina, original y compleja sobre un universo retratado hasta la saciedad por la vieja fábrica de sueños..

Su corta aunque muy meritoria trayectoria como realizador, iniciada en 1961 con The Deadly Companions, un filme por varias razones atípico, del que curiosamente siempre renegó, se ha hecho acreedora de los más encendidos elogios de quienes han sabido ver en ella la radiografía más lúcida, profunda y radical de un mundo y unos valores en pleno proceso de descomposición, un mundo al que ya aludían, durante la última fase de sus respectivas carreras, algunos de sus más ilustres predecesores en el campo de la dirección, como John Ford, John Sturges, Nicholas Ray, Budd Boetticher, Howard Hawks o Anthony Mann, en películas de marcados tintes crepusculares de las que Peckinpah y algunos de sus contemporáneos siempre se reconocieron deudores.

Peckinpah fue, al igual que muchos de los escritores y cineastas de la generación que le precedió, un observador inclemente de los mecanismos psicológicos y sociales que provocan el fracaso en un universo dominado por la ética de los triunfadores y, aunque las suyas eran películas invariablemente invasivas, duras y extremas, su cine exudaba siempre un intenso sabor romántico, a ratos incluso elegíaco, como el de su admirado John Huston o como el que reflejan muchas de las más celebradas novelas de Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald o de John Dos Pasos, que le servía para acentuar la imagen contradictoria que ofrecían sus viejos y solitarios héroes enfrentados violentamente, a su pesar, a un mundo al que dejaron de pertenecer desde el mismo momento en que tomaron conciencia de la caducidad de los valores en los que habían inspirado su precaria y agitada existencia.

En una memorable entrevista aparecida en Films and Filming semanas antes de su muerte, Peckinpah aseguraba que el empleo de la violencia en sus películas no era, en modo alguno, gratuita, a pesar de lo que afirmaban algunos de sus detractores sino, por el contrario, la consecuencia natural del enfrentamiento entre una forma de vida que se desvanece y otra que emerge de sus propias cenizas. Con estas palabras, pronunciadas en plena madurez creativa, el autor de Junior Bonner, rey del rodeo (Bonner Junior, 1972) revelaba las grandes preocupaciones que le obsesionaron a lo largo de su vasta trayectoria cinematográfica, dejando meridianamente claro qué intereses le movían a la hora de situarse tras las cámaras y con qué tipo de personajes se sentía más identificado.

Por eso, el suyo fue siempre un estilo directo, sin vacilaciones, de impacto visual inmediato, vibrante, contundente. Peckinpah fue, a su manera, un revisionista que también supo extraer de los grandes clásicos (Ford, Walsh, Wellman, Hathaway, Boetticher, Huston, Lang, Vidor?) su más oculta e indescifrable esencia artística: una noción de la puesta en escena rotunda y enérgica a un mismo tiempo, a la que supo agregar de su propia cosecha hallazgos estéticos tan personales y expresivos como el empleo de la cámara lenta o el montaje sincopado en los momentos de mayor intensidad emocional de sus películas. Todo un auténtico francotirador, solitario y bizarro, en medio de esa tupida jungla de intereses creados llamada Hollywood.

Y en Grupo salvaje es donde estos logros estéticos cobran mayor significado y lucidez, especialmente en el manejo inteligente que hace de la violencia porque, según él, cumple así con el propósito de impactar al espectador en cuanto a sus horrores pues no cabe la menor duda que en sus manos ésta adquiere una elevada categoría estética, tornándose algo bello y repulsivo a un mismo tiempo; embriagador y repulsivo. "Simplemente, afirmaba el director, traté de contar una historia sencilla sobre hombres malos en tiempos cambiantes. Grupo Salvaje es solo lo que ocurre cuando unos asesinos deciden trasladarse a México para reemprender su largo currículo de fechorías. Lo extraño es que uno siente el espíritu de una gran película cuando esos asesinos llegan irremediablemente al final de sus días y todas las categorías morales saltan por los aires". Ya no hay ni buenos ni malos solo hay, parece insinuar, supervivientes apegados a un inexpugnable concepto de la lealtad.

Peckinpah contemplaba la muerte y el dolor como un aparatoso drama crepuscular de rara belleza que hacía contemplar al público con toda la precisión que ofrece la imagen ralentizada, fijando en nuestras retinas el frágil espectáculo de una violencia infernal y suicida. La secuencia final de "The Wild Bunch" en la que cuatro de sus principales protagonistas se arman hasta los dientes para desatar un infierno sin paliativos ante las tropas del general Mapache (Emilio Fernández) solo por defender el honor mancillado de su compañero Ángel (Jaime Sánchez) constituye todo un paradigma del ideario de un director que huye, como del fuego, de los maniqueísmos tan típicos del western tradicional para afrontar la complejidad natural de una situación en la que ya no cuentan las vidas perdidas sino las razones que impulsan a sus protagonistas a la inmolación como única respuesta a la vil ejecución de su compañero Ángel.

Pocos cineastas han sabido desvelar la ruda poesía y la intensa y amarga soledad del antihéroe westerniano como él y menos aun los que han logrado acercarse al género con una perspectiva tan cruda, inquietante y clarividente. Pero el verdadero origen de su febril talento residía en las entrañas de su propia personalidad, en su inquebrantable adhesión al viejo Oeste y a la fauna que éste generó a lo largo de su historia, a una concepción de la vida sometida a extraños códigos de conducta que convertían al tradicional outlaw (fuera de la Ley) en un hombre de honor y de palabra que busca su propia redención en un pasado cuyas huellas han sido irremediablemente borradas por una nueva civilización surgida tras el estallido de la Revolución Industrial.

Esta especie de romanticismo crepuscular, que siempre rodeó sus mejores trabajos, se transformó, al cabo del tiempo, en la piedra angular sobre la que giraron sus amargas reflexiones sobre el indomable Oeste americano. Lo demás, es decir, todos aquellos filmes que no se incluían de manera expresa en el género, acababan impregnados del mismo tinte melancólico en una soberbia demostración de coherencia ante la que hoy, a más de tres décadas de su desaparición, seguimos rindiéndole un merecido tributo.