A veces hay que alejarse para tomar perspectiva. Nos ocurre en determinados momentos, con algunas situaciones y con ciertas personas, pero también con las ciudades. La plaza del Comercio, el corazón de Lisboa, es totalmente diferente cuando la ves a bordo de un velero por el Tajo que cuando la recorres a pie. Entre la superficie de adoquines y el agua no parece existir ninguna barrera. Es una ilusión óptica, pero también una metáfora: la vida se compone de llegadas y de despedidas; venimos y nos vamos, y poco se puede hacer para evitarlo. A lo sumo, navegar.

Me viene esa idea a la cabeza mientras recorremos el río un domingo por la mañana. Lisboa es una urbe muy luminosa. No solo estos días en los que un raro otoño nos regala temperaturas por encima de los veintiocho grados y el sol te quema la cara y la espalda. Con veinte siglos de historia, Lisboa se ha empeñado en conservar sus tradiciones -los asaderos de sardinas, el fado, los azulejos-, pero como urbe abierta al mar no ha dejado de recibir influencias externas. Este mestizaje se palpa también en su urbanismo: la modernidad y la historia conviven sin demasiada dificultad. Ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos, pero sin perder su esencia. Y esa esencia es su luz.

Un ejemplo son los dos puentes más emblemáticos de la ciudad, que se pueden ver durante la travesía. El primero es el Veinticinco de Abril, que desde hace apenas unas semanas se puede visitar gracias a un ascensor que se encuentra en el pilar número siete y que ofrece una vista no apta para quienes sufren de vértigo. Debajo de la estructura, en la costa lisboeta, hay un barrio emergente que ha sufrido una transformación espectacular en los últimos años. En este distrito se encuentra LX Factory, un antiguo recinto industrial de veintitrés mil metros cuadrados reconvertido en un centro cultural alternativo. Es buena idea ir a cualquier hora del día, pero tiene mucha vida hasta altas horas de la noche y dispone de una amplia oferta gastronómica. Lo descubrí hace casi tres años, entonces por el día, y también ahora, una de las noches que hemos pasado en la ciudad.

Además, los amantes de las librerías tienen una visita obligada en este barrio. Aquí se encuentra Ler Devagar, que con su estética industrial debe de ser una de las librerías más curiosas de Lisboa. Tiene dos pisos, está repleta de libros y decorada con antiguas máquinas de impresión. Puedes ir a comprar algún título actual o una curiosidad difícil de conseguir, pero también a ver una exposición o a tomar un café o una copa de vino.

Más allá de este puente y de la plaza del Comercio se ve a lo lejos otro, el Vasco de Gama, que fue construido para la Exposición Universal de 1998 (Lisboa ha acogido dos expos a lo largo de su historia). Mide unos 17 kilómetros y hasta hace muy poco era el más largo de Europa. El capitán del velero me confirma que Dinamarca le ha arrebatado el récord a Portugal. Me empeñé en cruzarlo -en coche, claro- la primera vez que fui.

Recuerdo que antes del puente debe estar Marvila, otro de esos núcleos que han sabido reinventarse y que incluí en mi segundo viaje. Había leído que los viejos almacenes de vino de este barrio eran ahora centros creativos y espacios de coworking, pero que hubo un tiempo, no muy lejano, en que no era una zona que apeteciera visitar ni en la que gustara vivir. Ahí no hay monumentos, pero sí espacios a precios más reducidos que en zonas como El Chiado, que permiten que emprendedores y artistas se abran camino. El centro los ha expulsado, pero eso ha dado otra vida a este enclave.

Más tarde, ya en el avión -durante el primer trayecto directo entre Lisboa y Tenerife, cortesía de Binter-, pienso que el comportamiento de las ciudades y de los barrios demuestra que existen las segundas oportunidades. Lo que se acaba siempre da paso a algo nuevo, es inevitable. Esta metáfora también es ley de vida y también te la enseña Lisboa.