Al final no habrá superdomingo. Pero sí un superproceso electoral que empezó este viernes, cuando el presidente Pedro Sánchez anunció el anticipo de las elecciones generales para el 28 de abril, y que se prolongará hasta el 26 de mayo. Ese día, una mayoría de españoles volverá a las urnas para elegir a alcaldes, presidentes de Cabildos y Gobiernos regionales, además de a sus eurodiputados. Y lo harán condicionados por los resultados de abril, que a su vez parirá un Gobierno en diferido. Porque aunque la aritmética parlamentaria presuponga qué mayoría será posible (o imposible), algunos partidos no confesarán sus preferencias o vetos a la hora de pactar el Gobierno de la Nación hasta que se celebren las elecciones locales y autonómicas. Un enredo en fin, al tiempo que un maratón de infarto para una clase política, la española, que ya muestra un nivel de sobreexcitación y ansiedad francamente elevados.

Los acontecimientos se han precipitado de tal manera esta semana, desde la manifestación de Colón y el rechazo a los Presupuestos Generales del Estado, que el calendario no va a dar abasto para abarcar lo que se le viene encima al país. La disolución de las Cortes Generales se producirá, para empezar, el martes de Carnaval: un día nada incongruente si se tiene en cuenta la mascarada en que ha derivado la política nacional. A partir de esa fecha, y en pleno juicio contra el independentismo catalán, los partidos tienen apenas quince días para designar a sus candidatos a diputados y senadores (no todos lo tienen claro ni fácil). En medio, tendrá lugar otro acontecimiento que pudiera incidir en el resultado electoral: el 8M, la movilización de las mujeres que ciertos políticos han convertido en parte de la disputa. Para entonces, lo que ocurra en el juicio contra el procés (el Tribunal Supremo aspira a dejarlo visto para sentencia antes del 28A) dará carnaza electoral tanto a independentistas como a constitucionalistas, ya sean partidarios del diálogo o de "un 155 duro".

La campaña electoral coincidirá además con otra penitencia, la Semana Santa: "Quienes somos políticos y cofrades, podremos con ambas cosas" , ironizó la andaluza Susana Díaz. Y la carrera suma y sigue: con o sin exhumación de los restos de Franco, los partidos pedirán el voto a partir del 12 de abril para las elecciones generales y al tiempo estarán presentando a sus candidatos para la convocatoria de mayo. Y cuando sean estos los que estén dando mítines por todo el país, los ya electos y electas cruzarán las puertas del Congreso y el Senado para participar, el 21 de mayo, en las sesiones constituyentes de ambas cámaras.

Si España viviera o viviese una situación de normalidad democrática, tras cinco días más de esfuerzo, el último domingo de mayo podría dar un respiro al agotamiento de electores y elegidos. Pero no. Concluidas las elecciones llegará lo más difícil: formar gobierno en un país que se ha vuelto ingobernable desde que sustituyó al bipartidismo la bipolarización.

La campaña será por ello puramente emocional. Así lo augura al menos el tono general tras el pistoletazo de salida de la carrera electoral lanzado por Sánchez: el aplauso de sus ministros solo se entiende en este contexto de exageración política de la emotividad. Y la reacción de sus contrincantes incidió en lo mismo: apelar a las bajas pasiones, y no a las altas razones, de sus potenciales electores.

No hay síntomas que inviten a alimentar la esperanza de que, a medida que se desarrolle la campaña o se acerque la fecha de la votación, la racionalidad vaya a instaurarse en la política española. Más bien todo lo contrario: parece que lo programático brillará por su ausencia. O quedará, simplemente, encriptado en un tuit: de la España social de Sánchez (PSOE) a la España de los balcones de Casado (PP), pasando por la obsesión anti-nacionalista de Rivera (C''s), la apuesta por la multinacionalidad de Podemos y el regreso a las raíces de la España de la Reconquista de Abascal (Vox). Reflexiones de calado, como vemos, para el desafío del país, inmerso como la propia Europa en una profunda crisis de identidad.

Y pese a que un tercio del Parlamento europeo será previsiblemente antieuropeísta tras las elecciones del 26M, no parece que la política española, y por tanto su electorado, se disponga a prestar demasiada atención al asunto. La guerra de las banderas no admite distracciones, pese a que el empacho de esteladas y enseñas rojigualdas impiden al país superar su indigestión.

La única valoración coincidente que han ofrecido estos días los rivales de esta crispada contienda política es que "España se juega su futuro" esta primavera. Y no exageran: el nivel de confrontación ideológica y territorial recuerda históricas elecciones pasadas, en las que el país decidió en las urnas mucho más que el gobierno de turno: la República y la Transición. Tiempos revueltos, como los de hoy, en los que convergieron también crisis económicas, sociales e institucionales. Aunque, junto a ciertas similitudes, separan a las tres épocas importantes diferencias, entre ellas el papel que jugó en cada contienda la clase media.

Prácticamente inexistencia durante la República, en tiempos de gran miseria y pobreza, la clase media española creció de forma significativa durante la apertura económica del franquismo, para languidecer de nuevo en la última década a consecuencia de la crisis. El dato tiene su relevancia si se comparte la percepción de que el reto del electorado español el 28-A es contribuir a que sus políticos sean capaces de construir un centro. Y que ha sido precisamente la clase media la que logró, en las referidas etapas históricas y salvando todas las distancias, desactivar o no la confrontación nacional. Todo depende de si se impone el espíritu de la Transición o el espíritu de Colón.

Desde este punto de vista, el largo, frentista y altamente interferido (por la cuestión catalana) proceso electoral en que está ya inmerso el país, pondrá a prueba la madurez democrática de los españoles: "España será ingobernable mientras no afronte el problema político de Cataluña", ha advertido la portavoz de la Generalitat, Elsa Artadi. Dicen que el resultado electoral dependerá, en gran medida, de cuál de las dos dialécticas se imponga: la ideológica izquierda-derecha o la territorial centralismo-autonomismo. En las Islas, está tensión se reactivó con la elaboración de los presupuestos y estará, por supuesto, muy presente en la campaña. Y se prolongará en los tiempos venideros mientras la izquierda canaria (tanto PSC-PSOE como NC o Podemos) no abandone la retórica y asimile un hecho incontestable: que sin una adecuada financiación no es posible aplicar en Canarias una política de izquierdas. Porque un discurso solidario sin recursos es como nadar sin agua. El viernes, Pedro Sánchez apeló a la movilización de los votantes y defendió la legitimidad del próximo inquilino de La Moncloa, sea él o no, marcando distancias ante quienes cuestionaron la suya durante estos ocho meses de Gobierno socialista: "Lo que decidan los españoles en las urnas, bien decido está". También Albert Rivera señaló que "las riendas del futuro están en manos de los españoles". Iñigo Errejón puso, sin embargo, el dedo en la llaga: "Podríamos votar durante años y seguir con estos bloqueos. No saldremos de esta situación hasta que no aprendamos a relacionarnos de otras manera". Y, efectivamente, existe el riesgo de que esta histórica jornada electoral dé paso a una nueva legislatura fallida. Sobre todo en estos tiempos en que los analistas constatan que cada vez hay un porcentaje mayor de electorado que que decide su voto en la última semana y en función de los mensajes de campaña. Convendría por tanto amarrarnos a algún palo ante los cantos de sirena de la clase política, y votar, además de con el corazón caliente, con la cabeza fría.