Opinión | Retiro lo escrito

Una mota de polvo

Los aeropuertos de Tenerife alcanzan récords históricos de tráfico de pasajeros

Los aeropuertos de Tenerife alcanzan récords históricos de tráfico de pasajeros / Delia Padrón

No entiendo cómo no se le coló a Dante en ninguno de los tercetos de la Divina Comedia una referencia –como mínimo– a los aeropuertos, tristes lugares donde en espera de tránsito se pudren millones de almas a diario. En ese purgatorio entre el cielo de la llegada y el infierno de la partida (o viceversa) todo es opresivo: lo limitado de los asientos para descansar, los precios miserablemente abusivos de las cafeterías, la muchedumbre que avanza a trote cochinero, la sensación de estar y no estar de viaje, la estúpida ceremonia de la seguridad, donde unos uniformados hacen literalmente lo que les da la gana con ciudadanos de mirada bovina y resignado cansancio. El otro día pude ver cómo exigían a un octogenario quitarse unos botines, peligrosas armas de destrucción masiva que el anciano tardó quince minutos en retirar de unos piececitos exangües. Qué serenidad nos regala a todos el trabajo de estos profesionales, a los que no se les escapa ninguna forma de humillación.

En los aeropuertos uno siempre se encuentra gente ligeramente conocida y hasta los misántropos más irreprochables saludan y todo. Hace un par de días me encontré con un excargo público por el que siempre he sentido cierta simpatía. Sigue en política, pero ahora sin cargo. Comenzamos, evidentemente, una conversación mientras nos llamaban a embarcar. Quedé muy sorprendido. Verán, yo seré el penúltimo en defender que los periodistas, usualmente, merezcan una simpatía instantánea y aromatizada. Pero resulta realmente curioso la consideración sobre la profesión que demuestran en sus conversaciones políticos y semipolíticos. Aquí el amigo empezó refiriéndose a mis crónicas parlamentarias y a la elevada bilis con la que estaban escritas. Luego añadió algo así como la amargura que desprendían. Lo hacía sonriente y cortés, como subrayando una obviedad. No puedo evitar quedarme estupefacto. ¿Este buen hombre –porque no dudo que lo sea– cree absolutamente plausible y sin duda tolerable llamarme bilioso y amargado? Por supuesto, aludía a afirmaciones, negaciones o caracterizaciones sobre diputados o cargos públicos de su partido político. Pero continúa: está la rabia, por supuesto, y también la desesperanza, y las ganas de herir, y el gusto por la derogación y el espíritu burlesco. Todo lo dice este buen señor en un lapso de tiempo de unos quince minutos que es lo que tarda un avión de Binter en despegar, como sabe todo el mundo, en especial, en los últimos meses. Por supuesto no puede evitar un pequeño reproche: ¿por qué no me meto más con el Gobierno y, singularmente, con el presidente?

Yo me le quedo mirando y, para concluir, opto por soltar algunas generalidades. Si no llego a estar tan perplejo, tan cansado, probablemente hubiera respondido de otra manera. Por ejemplo, con qué puñetera autoridad decreta mi felicidad o mi infelicidad personal a partir de leer mis artículos. O cuál es la premisa desde la que puede calificarme con un aire de suprema indulgencia de bilioso, rabioso, desesperanzado o mortificantemente hiriente. En el fondo de esta grosería anida un ridículo aristocraticismo. Los políticos isleños están convencidos –sean de derechas o de izquierdas– que ocupan un cargo público, donde siempre lo hacen muy bien y lo cobran estupendamente, porque era imposible no contar con su talento, con su capacidad, con su solidaridad. Una mota de polvo les hiere en la piel como un mordisco. Me gustaría verlos en Madrid: no durarían ni medio minuto. Nuestros políticos –de forma muy acentuada los padres y madres de la patria apoltronados dichosamente en el Parlamento– están muy acostumbrados a la papita suave, a las moquetas alígeras, a sus cinco segundos de aplausos, a la muralla defensiva que han sabido levantar entre sus augustas personas y los meatintas. Si aquí y ahora escribieran sobre sus dichos y sus hechos Wenceslao Fernández Flórez, Azorín, Josep Pla o Víctor Márquez Reviriego se pasarían los días en los juzgados. Pero andarían algo más derechos.

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