Opinión | Risas y fiestas

Un lugar reflejando sus mordiscos

En «Las vírgenes suicidas» (la novela publicada en 1993 que después adaptó Sofia Coppola al cine en el año 2000), Jeffrey Eugenides hace algo interesantísimo con el espacio. Escribe sobre un pueblo, sobre cinco hermanas a las que todos los chicos del pueblo admiran y medio espían. El propio libro es una especie de truco en el que leemos las voces de los chicos del pueblo como si estos fueran a contarnos la historia de las hermanas, su trágico final, con imparcialidad e inocencia, y esto esconde un reverso que me parece tan pero tan bien contado: la observación, la cosificación, la represión y el control es lo que termina con la vida de las hermanas Lisbon. Jeffrey Eugenides escribe sobre un pueblo y quiere reflejar la podredumbre de este sin nombrarla directamente, así que coloca en el escenario una plaga de moscas del pescado que llega incluso a volver negras las ventanillas de los coches. Tanto que un personaje puede escribir su nombre en esa superficie alada pasando la punta del dedo. Tanto que no puede no significar nada: sucede algo ahí, algo debemos desentrañar.

Después, la casa en la que los padres de las adolescentes las encierran (para alejarlas de los peligros, para reprimir sus deseos) se va encachazando poco a poco. Cada vez se pone más asquerosa. Y cuanto más asquerosa se pone, peor están los personajes. O al revés: cuanto peor están los personajes, más pelusas, más tampones sucios por ahí tirados, más cosas rotas en lo que fue un hogar ordenado y si ya no lo es pues algo sucede, pues algo debemos investigar.

Cuánto cuentan los sitios. Se les quedan huellas y burbujas de escupitinas estallándose lentamente, dejando su agujerito perfectamente redondo. Al sentarnos sobre una montañita de piedras, no podemos evitar moverlas con el culo, y a lo mejor no es obvio para quien llegue después de ti y no conozca tu historia y no se cuestione el orden de esos puños cerrados picudos de la naturaleza, pero, si tú quisieras narrar lo que hiciste allí, podrías apoyar tu relato en los cercos de aquella que empujaste, en el parecido con las otras de aquella que botaste demasiado lejos. Y nadie podría cuestionarte. El espacio es prueba. Pero también es dimensión.

Si ves la casa de alguien muchas veces, le quieres. O no le quieres, no sé, pero te resulta fácil imaginarte sus interiores, su corazón latiendo en ocasiones taquicárdico, por ejemplo cuando se pasa con el café o cuando nota un insulto a punto de deslizarse por la punta de una lengua. Si ves la casa de alguien muchas veces, si notas los cambios, las manchitas, los posits sobre el gotelé empegostados, impacta contra ti su dimensión humana, ah, Pepita es una persona como yo, Pepita es imperfecta y cárnica, Pepita es vulnerable. Pepita quizá no te ha dicho con palabras que lo es. La intimidad de un lugar, sin embargo, es innegable, y lo es por las historias, porque se quedan colgando ahí como si todo estuviera lleno de ganchos, y por eso quizá el miedo que nos dan las casas habitadas por fantasmas. Elena Ferrante explica en el volumen final de «Dos amigas», su tetralogía sobre la amistad entre mujeres (entre otras muchísimas cosas), que los fantasmas sí existen y están en las calles de las ciudades, en los edificios, en los desperfectos, en la basura.

Cuando estaba terminando la universidad, me empezó a interesar un montón la ligazón entre la idea de paisaje y la idea de cuerpo. Echaba de menos mi pueblo, suspiraba pensando en el árbol grande que siempre tenía que rodear para llegar a casa de mi padre, en la bruma perpetua y las formas de las montañas aun así visibles como los contornos de los dientes a través de una semisonrisa. No estaba tan lejos, pero ya saben. La idea de paisaje es para mí: lo que se mira sin estarse intentando ver y de fondo está en todo y hace que todo tenga sitio y sentido. La de cuerpo: lo que se siente sin estar intentando sentirlo y de fondo está en todo y hace que todo necesite sitio y sentido. Las violencias sobre los paisajes suelen poderse analogar con las violencias sobre los cuerpos. Perder un paisaje es como perder una parte del cuerpo propio. Supongo que eso es para mí, en parte, la pertenencia. No que algo sea tuyo, sino que algo sea tú. La casa pudriéndose y tú entonces secándote toda todita. El pueblo lleno de moscas y de pronto visibles todas las mordeduras.

Cómo duele lo que está pasando en las Islas, lo que nos está pasando. Cuántas evidencias y cuántos ojos apartándose: negarse a mirar es formar parte del problema, es dañar.

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