Opinión | A babor

Sobre el populismo

El exvicepresidente del Gobierno y fundador de Podemos, Pablo Iglesias.

El exvicepresidente del Gobierno y fundador de Podemos, Pablo Iglesias. / DAVID CASTRO

El populismo no es un programa, es un estilo, un formato de hacer las cosas en política. En el pasado fue un recurso continuo a los sentimientos de las masas, hoy es más marketing, y tiene mucho que ver con la fijación masiva de comportamientos sociales inmaduros. Se basa en el moralismo, en la cultura de las creencias, en la apelación constante a las tripas antes que a la cabeza, en la exclusión del adversario del territorio que convenga para el debate –«el contrario no es demócrata», «no es patriota», «no respeta las normas ciudadanas»–, en la identificación y señalamiento de un enemigo genérico.

Su herramienta preferida es la conexión directa, sin mediación de las instituciones, entre el sentir del pueblo y el corazón del líder, el caudillo, el jefe. El populismo usa y abusa de los sentimientos, desvela los que el líder dice tener, para compartirlos con sus seguidores y se apropia de los sentimientos de la gente, construyendo con ellos ficciones de comunión. Para lograr la fusión entre líder y seguidor, no se precisan mecanismos institucionales, ni el recurso al debate político, ni el Parlamento o la cobertura de los medios. Basta el discurso en la radio, las proclamas en la televisión, el tuit en las redes, o las cartas abiertas. Sobra el periodismo, sobran las ruedas de prensa, sobran las respuestas y las preguntas…

El populismo es Trump, es Bolsonaro, es Milei. Pero también es Pablo Iglesias, Melenchón o Puigdemont. Su enorme capacidad de atracción de las masas tiende a seducir a dirigentes que ayer presumían de demócratas. Es frecuente que la evolución desde las convicciones democráticas hacia el populismo se produzca en momentos en los que el dirigente está en apuros. No puede aplicar su programa, no cuenta con respaldo parlamentario suficiente, se le acusa de algún delito… el populismo se presenta entonces como tabla de salvación.

El populismo no es de derechas ni de izquierdas. No hay diferencia alguna entre el populismo progresista y el populismo reaccionario. Es nula, aunque parezca extraordinaria. Sólo es cuestión de lenguaje: el populista de izquierdas culpa a las derechas de todos los males del país, el de derechas culpa a la zurda de los desastres de la patria. Pero sus características son comunes a cualquier partido, al margen de la ideología que diga profesar. Porque el populismo es la política despojada de cualquier elemento que no sea la voluntad férrea de seguir en el poder. Para el populismo lo único que cuenta es obtener el poder y mantenerlo, todo lo demás es superfluo.

El populismo promete la regeneración de la vida política, el fin de la corrupción, clama por la desaparición de las castas: políticas, mediáticas, judiciales, financieras. El populismo enfrenta a las sociedades a la simplicidad de su discurso, presenta el mundo siempre dividido entre categorías, artificialmente enfrentadas: buenos y malos, honestos e indecentes, patriotas y traidores, progresistas y reaccionarios, europeos y africanos, blancos y negros, mujeres y hombres. El populismo crece sobre la confrontación social, sobre la extensión del concepto de enemigo, en el radicalismo y la polarización. El populismo dice trabajar por el futuro, pero siempre se alimenta del pasado, y en el pasado encuentra lo que enfrenta y divide a las sociedades, y lo usa para enfrentarlas y dividirlas.

El dirigente populista no aspira a representar intereses o ideales colectivos, aunque diga hacerlo. En realidad, sólo aspira a imponer sus creencias –sobre todo su relato– a la mayoría social, y hacerlo como césar, como caudillo, como conductor y hombre providencial… el populismo prescinde de cualquier voluntad que no se sojuzgue y asuma el discurso del líder. No gobierna para todos, ni cree que haya por qué hacerlo. Gobierna para preservar la continuidad del que manda.

El dirigente populista busca el rapto de la inteligencia de sus súbditos y militantes. Persigue obtener con sus promesas un contrato sin precio, un cheque en blanco, la entrega por parte de los propios de un consentimiento incondicional para que el dirigente pueda hacer lo que quiera y si es preciso también lo contrario. Existe porque el votante se infantiliza, se aleja de la política y del compromiso con la verdad y rechaza su propia condición de ciudadano, eligiendo la de seguidor.

El populismo considera que la democracia se agota en las mayorías, confunde democracia con mayoría, Estado con Gobierno, y Gobierno con Jefe de Gobierno. El populismo rechaza que la ley esté por encima de la voluntad del líder, desprecia la separación de poderes, la independencia de los tribunales, la libertad de opinión e información, la protección de los derechos de las minorías y la alternancia en el poder. El populismo divide, enfrenta, radicaliza y polariza a las sociedades, porque esa es la forma en que asienta sus mecanismos para prosperar. El populismo es hoy el mayor peligro al que se enfrentan las democracias.

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