Opinión | Observatorio

Jesús Arango

El capital en la nube

El capital en la nube

El capital en la nube / El Día

Cuando comenzaba el siglo XXI, el sociólogo inglés Anthony Giddens –considerado el inspirador del nuevo laborismo que protagonizó Tony Blair en aquellos años– nos hablaba de un mundo desbocado como consecuencia de los efectos de la globalización sobre nuestras vidas. Transcurrido casi un cuarto de siglo desde entonces, el economista griego Yanis Varoufakis, opina que el capitalismo se encuentra en una metamorfosis final camino de lo que él denomina el «tecnofeudalismo».

La sucesión de una serie de innovaciones a lo largo de las dos últimas décadas, entre otras, la universalización de internet, el uso generalizado de teléfonos inteligentes, la mayor potencia de computación, la enorme reducción de los costes de almacenamiento de la información, los avances en el diseño de algoritmos y redes neuronales, o la secuenciación del genoma humano, hace que nos encontremos ante el auge de una ola tecnológica que incluye tanto la inteligencia artificial (IA) como la biotecnología avanzada, y que plantea un punto de inflexión en el futuro de la humanidad, como en su día ocurrió con el descubrimiento del fuego, la invención de la rueda, la aparición de la imprenta o el control de la electricidad.

Como consecuencia de la creciente fusión de las tecnologías físicas, digitales y biológicas que se está produciendo, al abrir campos antes vedados a la tecnología, la ola actual de innovaciones quizás sea la más profunda de la historia. Hasta fechas relativamente recientes, la historia de la tecnología podría resumirse en los sucesivos intentos de la humanidad por manipular los átomos, y que en la medida que el control se volvió más potente y complejo surgieron olas sucesivas de innovaciones que generaron, entre otros muchos descubrimientos, la máquina de vapor, los ferrocarriles, los procesos eléctricos, los motores de combustión, los materiales sintéticos como los plásticos, o los antibióticos. En el fondo, el principal impulsor de todas estas tecnologías ha sido la propia materia: la manipulación cada vez mayor de sus elementos atómicos.

Sin embargo, a partir de mediados del siglo XX, la tecnología cambió radicalmente al comprender que la información era una propiedad esencial del universo, que podía codificarse en formato binario –en cadenas de unos y ceros–, y en forma de las cuatro letras del ADN, que es la base del funcionamiento de la vida. Comprender y controlar esos flujos de información abrió un nuevo mundo de posibilidades, ya que primero los bits y, posteriormente, los genes suplantaron a los átomos como componentes básicos de la innovación.

La IA nos está permitiendo replicar el habla y el lenguaje, la visión y el razonamiento, mientras que los avances en la biología sintética han hecho posible secuenciar, modificar y, ahora, imprimir el ADN. Y si bien la IA y la biología sintética son tecnologías de uso general y centrales de la ola que viene, están rodeadas de una serie de tecnologías con ramificaciones muy potentes que abarcan, entre otras, la computación cuántica, la robótica, la nanotecnología y la posibilidad de contar con energía abundante.

Todo este cúmulo de innovaciones tecnológicas y la creación de la Internet2, que significó en la práctica la privatización de un bien comunal digital como era Internet, ha hecho posible la aparición de una nueva forma de capital que plantea la necesidad de repensar el sistema económico y el funcionamiento de los mercados: el «capital en la nube».

El capital en la nube estaría formado por software inteligente, centros de datos globales, redes de satélites y de torres de telefonía móvil, y miles de kilómetros de fibra óptica. Sin embargo, todo ello carecería de valor sin los «contenidos» almacenados en la nube. La parte más valiosa del stock del capital en la nube no son sus componentes físicos, sino las noticias publicadas en Facebook, los vídeos subidos a TikTok y Youtube, las fotografías colocadas en Instagram, las opiniones e insultos que aparecen en la red X, las reseñas de Amazon, o incluso los desplazamientos que hacemos que –a través de los móviles– permiten a Google Maps y a Waze conocer los atascos de tráfico.

Al proporcionar estas informaciones –esenciales para alimentar a los algoritmos que son la base de las aplicaciones de IA– estamos siendo nosotros mismos quienes producimos, al margen de cualquier mercado, el stock de capital en la nube. Así pues, la mano de obra asalariada sólo realiza una pequeña fracción del trabajo del que dependen las plataformas tecnológicas, la mayor parte lo realizan miles de millones de personas de forma gratuita, que con su actividad cotidiana en las redes se convierten en siervos «voluntarios» de la nube, y con ello siguen enriqueciendo al reducido grupo de multimilmillonarios que residen en su mayoría en California o Shanghái.

El capital en la nube puede considerarse una inmensa máquina de producción y modificación del comportamiento: produce aparatos maravillosos –como por ejemplo los asistentes virtuales Alexa y Siri–, y también ostenta el poder para sus propietarios al controlar y mandar sobre los humanos que los poseen. Con la llegada del capital en la nube se han podido automatizar gran parte de las funciones de gestión y de marketing, que fueron claves en el capitalismo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial. Y el gran poder de mando que tiene este nuevo capitalismo, tanto sobre los trabajadores como sobre los consumidores, se ha transferido a los algoritmos, lo que significa un paso mucho más revolucionario que el que supuso, en su día, la sustitución de los trabajadores por robots en las cadenas de montaje.

Por otra parte, las empresas convencionales que fabrican bienes o prestan servicios se ven impelidas cada vez más a comercializarlos bajo el paraguas de las plataformas digitales que operan en los mercados globales, a las que deben pagar una tasa por el alojamiento de sus productos, desarrollando con ello una relación que no difiere mucho de la que mantenían en la Edad Media los vasallos con sus señores feudales: estamos ante el auge de los «nubelistas» y la aparición de la renta en la nube, con la consiguiente desaparición de los mercados tradicionales y del beneficio como principal expresión del éxito empresarial.

Además de este capital en la nube, está adquiriendo una importancia creciente la llamada «nube humana», que abre la posibilidad a que –para desarrollar determinadas tareas– se pueda recurrir a personas dispuestas a trabajar localizadas en cualquier parte del mundo. Se trata de la llamada «nueva economía bajo demanda», en la cual los proveedores de mano de obra ya no son empleados en el sentido tradicional, sino más bien trabajadores independientes que realizan tareas específicas. En este contexto –en el que se ha incrementado de forma significativa la desigualdad económica–, existe a nivel mundial un voluminoso ejército de reserva dispuesto a trabajar por salarios bajísimos y aceptando precarias condiciones de vida, y que ha sido bautizado por el economista inglés Guy Standing con el nombre de «precariado».

Con esta ola de innovaciones, que fusiona y entremezcla tecnologías físicas, digitales y biológicas, asistiremos a muchos más cambios y a profundas transformaciones en la economía, la política y las relaciones sociales. Lo complejo y la incertidumbre son elementos que estarán muy presentes en nuestras vidas durante los próximos años y habrá que acostumbrarse a tomar decisiones en ese tipo de escenarios, evitando caer en una actitud «ludista» que, en todo caso, resultaría tan inútil como acabaron siendo los movimientos que destruían las máquinas en los albores de la Revolución Industrial a principios del siglo XIX. Les irá mejor a aquellos que traten de surfear la ola frente a quienes traten de oponerse a su llegada, pues como señaló el poeta Paul Valery: «El futuro ya no es lo que era».